Don Manuel

Don Manuel

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Su mesa de trabajo, su escritorio simple, envejecido en pensamientos de crecimiento honesto, reforzaba su calidez humana con un despliegue de fotos de los nietos y biznietos, fotos en blanco y negro que junto a la de su esposa, doña Sara, que lo precedió en el tránsito hacia lo eterno, mostraban las huellas de toques y caricias.

Se empeñó en que viera bien las imágenes de esos niños que ya son hombres y mujeres, profesionales del trabajo como lo es su hijo único José Luis, receptor de un convencimiento de que el trabajo tenaz ennoblece y que la familia es un nudo apretado en un intercambio de amor recio, que se ofrece, se recibe, y se hace luz de positividad. En este caso, con la entrega devota de la nuera, hija, Ana María.

Ahora que este receptivo hijo de Dios, Manuel Corripio García, ha dejado el plano terrenal para internarse en el luminoso misterio del Creador, siente uno que no debe agobiar su memoria con elogios que, aunque sobradamente merecidos, podrían no estar acordes con su profunda y auténtica sencillez.

En lo que él insistía en mantener como oficina, bien entrado en la década nonagenaria, y que en verdad parecía el punto de trabajo de algún modesto supervisor de obreros, podría sentirse la inusual fusión de la terquedad esforzada en eficiencias y un formidable calor humano, como si una inmensa capacidad afectuosa e incomplicada palpitase junto a la exigencia, el esfuerzo y la rectitud.

Me recordaba a mi padre, que aunque era fácil a la ira -auténtica o fingida-, también, como don Manuel, amaba sus cosas viajas, amaba su historia, su origen, su familia, su mesa de trabajo y su silla o su banco, y la afectuosidad le salía por los poros como un humillo de ternura… Y también se le aguaban los ojos recordando tiempos idos, desde una nostalgia mansa.

Nos vamos quedando solos de gente así.

La eficiencia ha ido perdiendo humanidad; la pretensión y el talante arrogante han tomado por asalto y arrasado con la belleza tenue y magnífica de la humildad, de la sencillez, del sentido de hermandad humana.

Se considera, y así lo declaró en repetidas ocasiones -también a la periodista Angela Peña, autora de un hermoso reportaje sobre él- que «He sido un protegido de Dios desde que nací hasta la fecha». El Señor le dio una compañera -Sara Estrada, a quien conocía desde niña- que fue complemento de amorosidad y energía. Dentro de esas reconditeces del alma insondable, la partida o el tránsito de su esposa, aunque en extremo dolorosa, no lo empujó a dudar de los planes de Dios, de su justicia y perfecta sabiduría.

Alguna vez dijo Unamuno que, tras toda una vida de pensamiento y ponderaciones, había llegado a la conclusión de que la regla áurea, la más alta y valiosa, consistía en «una religiosidad docilidad a la vida».

No rebeldías ante el destino. No rebeldía ante los designios de Dios.

Docilidad a la vida.
Pero dentro de un férreo esfuerzo por ser digno del Creador.

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