Don Pipí y el Cristo de la Libertad

Don Pipí y el Cristo de la Libertad

REYNALDO R. ESPINAL
En 1952 publicaba el doctor Balaguer, bajo el sello de la editorial Argentina Americalee, su conocida Biografía, que casi diríamos «hagiografía», titulada «El Cristo de la Libertad». Tres años más tarde moría don Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, cariñosamente «don Pipí», como solían llamarle sus íntimos, quizás el más prolífico conocedor de nuestro anecdotario histórico y político. Basta leer su hermoso libro titulado «Narraciones Dominicanas» para constatar la veracidad de nuestras apreciaciones Lo antes afirmado, por supuesto, no constituye un simple repaso cronológico. Es que don Pipí, al hilo de la precitada obra de Balaguer, fue hilvanando recuerdos, hurgando en su fértil memoria, revelando vivencias singulares asociadas a los personales que dan vida a la misma .

Recordaba a su tío abuelo, don Tomás de la Concha, novio de Rosa Duarte, fusilado el 11 de abril de 1855 junto al general Antonio Duvergé en el Seybo. Don Tomás, cuenta Don Pipí, padecía de problemas auditivos, enfermedad habitual en los Concha, por lo que su verdugo, la noche siguiente a su fusilamiento, pronunció una frase impiadosa: «El pobre Tomás, que tanto gastó en médicos y curanderos; y yo de un plumazo lo curé». Como un a ironía del destino, cuenta don Pipí, que el autor de la frase murió asesinado, por orden de Báez, en el mismo lugar en que antes había muerto don Tomás. El personaje a quien se el atribuye la cruel expresión era el general Juan De La Rosa Herrera, padre de doña Cruz Herrera, quien fuera la esposa del general Cesáreo Guillermo. Reveló también don Pipí haber conocido a la novia de Juan Pablo Duarte, Prudencia Lluberes, quien vivió en casa de la familia Licairac, en la casa formada por la esquina noroeste de las calles del Conde e Isabel la Católica, a la que vió muchas veces salir a tomar el sol apoyada en su bastón. Muchacho, don Pipí iba con sus amigos a «ver la novia de Duarte», cariñosamente llamada «La Nona».

Conoció al doctor Mariano Diez, cirujano dentista hijo de don Mariano Diez. Y a este propósito, recreó una anécdota preciosa: se produjo un robo sacrílego en 1889 en la Catedral Primada. Entre los objetos robados se encontraba una lámpara de plata filigranada hecha en Alemania por encargo del emperador Carlos V, quien la regaló a nuestra Catedral, lo que indujo a las autoridades de la época a tomar las previsiones de lugar, entre ellas registrar a los pasajeros que salieran por barco. El primero en ser víctima de esta media fue el doctor Diez, quien llegó a Puerto para dirigirse a Puerto Rico. Al serle registrado su equipaje este requirió, airado, la justificación de tal procedimiento, a lo que respondió el policía, irrespetuosamente: «Por que estamos buscando a los ladrones de la catedral». Tal fue la sorpresa del doctor Diez ante tan intempestiva respuesta, que, según don Pipí, se le escuchó exclamar: «Jamás volveré. Enviaré por todo lo que me queda aquí. Bien nos lo decía Juan Pablo: «que los de su familia no podíamos venir a esta tierra sino a sufrir y recibir humillaciones» En relación con la anécdota anterior, recordaba don Pipí, con apenas siete años, cuando fueron depositados en la Catedral los restos de Duarte en 1884. Su tío, Jacinto de la Concha fue de los que cargaron la caja contentiva de los restos del patricio.

Conmovió mi espíritu, sin embargo, lo que relata don Pipí sobre el campanero de la catedral Eugenio Geraldino, a quien apodaban cariñosamente «Pintacopas», cuyas expresiones son una radiografía insuperable de la ignorancia que sobre nuestros prohombres y sus hazañas poseía gran parte de la población. «Pintacopas» era muy amigo del padre de don Pipí y al ver la gran apoteosis con que se había reconocido a Duarte, como se había hecho antes con Sánchez, Colón, Sánchez Ramírez, expresó al padre de don Pipí, a quien llamaba cariñosamente «Patrón»: …»Patrón: antes los huesos servían para hacer sopa; pero, por lo visto, ahora sirven para hacer fiestas».

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