Don Quijote, el terrorista del bien

Don Quijote, el terrorista del bien

EMMANUEL RAMOS MESSINA
Ahora se han cumplido con fanfarrias los cuatrocientos años del Quijote, y todos están atentos al acontecimiento: los hispanohablantes, los buenos escritores y hasta el que suscribe, que aunque escribe admite con toda franqueza no ser escritor. Sencillamente porque un escritor es un artesano de las letras y de las ideas, y uno que anda con malas ortografías y esterilidad ideológica no encaja en ese oficio. Aún así, pagamos el debido respeto, el impuesto del elogio a Cervantes, al hombre que contribuyó a la estructura fundamental y zapatas de nuestro maravilloso idioma, la única riqueza, el único oro que no se pudieron llevar de Hispanoamérica los insaciables conquistadores en sus galeones.

España, que ahora con el buen y dulce Don Juan la llaman «Madre Patria», en el pasado no llegó a mala madrastra, autora y cómplice de la leyenda negra y de bautizar indios herejes para después degollarlos cristianizados. Ahí están los testimonios del Padre Las Casas y las históricas protestas de Montesinos, que todavía resuenan en todo el orbe menos en las orejas de España.

Pero ¿Qué es verdaderamente hoy día el Quijote? Para los estudiantes, es sencillamente un ladrillazo intelectual, una obra pesada, leída a empujones, que les parece no tener actualidad, que los duerme en el tercer capitulo, que sólo los despiertas, los avisa, el rock, el regaetón, ritmo y ruido que les mueve el tuétano y las fibras. Bailar, brincar, sudar, mirar la hembra en minifalda, es gozar, vivir al ritmo, es el sentido de su vida. Además, los jóvenes no entienden esas quijotadas, pues están acostumbrados a las injusticias de un mundo que se rige únicamente por el interés egoísta y por las leyes del mercado, y se mofan de lo que queda del cadáver de tres palabras: democracia, libertad y justicia. Don Quijote, un desinteresado dedicado al bien absoluto, les parece un loco rematado, el loco máximo. Quizás «un loco haciéndose el loco», como dijo Unamuno.

Ahora más bien nos gobiernan las imágenes y el mito de Mickey Mouse, Barney, La Sirenita, Los Increíbles, El Hombre Araña, Harry Portter, Tarzán, Bob Esponja, Barbie, Supermán, etc., y no las de un viejo flaco, desvencijado, montado en un rocín cotillado, vagando con un criado torpe, analfabeta, gordo y feo para la T.V. Ahora sólo gobiernan las bellezas de Miss Universo, de las pasarelas, y no esas Dulcineas obesas, con olor a cebollas y esas gordas de que tanto gustaban los Bernini, los Botticelli y los mercenarios pintores patrocinados por Felipe II, religioso por un lado y punto por el otro, que si bien construyó un escorial tieso contra los pecados de la carne, en su corazón latía la sensualidad mora de la Alhambra y sus orgasmos recónditos.

Pero ¿qué es esa sustancia, esa contenido de Don Quijote, que le ha dado tanta fama, tanto, que su imagen y sus Molinos de Viento son reconocibles en el mundo entero por viejos y jóvenes en Oriente y Occidente?

¿Quién ha logrado crear una imagen así, representativa, personificada, reconocible, «erga omnes», mundial? No lo logró Shakespeare, ni Goethe, ni el Dante, ni los Califas de Las Mil y Una Noches; sólo el Buda Panzudo (que no es una obra literaria ni una religión), tiene barriga y ombligo reconocible. Pero ¿pueden triunfar esos símbolos de antes contra los símbolos de ahora, como El Hombre Araña o Supermán? Ahora, con la televisión, se crean imágenes comerciales y no literarias, como las juveniles de coca-cola y la belleza bucólica del mundo Marlboro, con sus bellos caballos y hombres machos encigarrillados. Pero ¿durarán esas nuevas imágenes de Batman, Supermán, Harry Portter y Marlboro, etc. los cuatrocientos años de Don Quijote, Sancho y Rocinante? Esperemos sencillamente otros cuatrocientos años más…

Ahora, hablando en serio, Don Quijote es una obra de alto contenido, pues Cervantes relata las sabidurías de un hombre de experiencia y cultura, pobre y tramposo, pero continuador del idealismo de la República de Platón, de Jesús, Santo Tomás y San Agustín, y que para sus propósitos usó de la sátira, lo burlesco, la filosofía, el cinismo, la moral y el humorismo, arma esta última que Bergson resumía con su frase: «castigat mores ridendo», es decir, matar las costumbres inútiles con el ridículo.

Pero su logro mayor fue el crear el más perfecto arquetipo del idealismo, razonando convincentemente, obstinado, irreductible pese a los palos y los persistentes consejos de ese Sancho, socarrón y mundano, con su prolijo inventario de los refranes útiles para lograr y fundar su gobierno de la ínsula baratoria, la que regiría bajo los consejos y el manual político y justo de Don Quijote, manual útil todavía y que todos los jueces deberían recordar, cuando sentencia que «si acaso doblaras la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia».

¡Loor al Manco de Lepanto, que con una sola mano lo hizo mejor que muchos moralistas con dos manos!

Se dice que este jinete «seguirá a caballo» luchando cuatrocientos años más contra la eterna mafia…

Publicaciones Relacionadas

Más leídas