Doña Amanda vendía en Nueva York

Doña Amanda vendía en Nueva York

Mi primito Alfredo Milán Peguero me carreteaba de aquí hasta allá, en Nueva York. Conocía hasta donde duermen las culebras.
Me condujo a los negocios outlet (tiendas especializadas en la venta de productos de fuera de temporada, que en otoño venden ropa de verano, nueva, de las marcas más caras, a precios como de vaca muerta.
Aquella señora, con sencillez, pero con elegancia, llevaba una cesta cubierta por un paño ricamente bordado a mano. Alfredito la abordó. Eran viejos conocidos. Doña Amanda descorrió el paño, surgió un rico olor a empanadilla criolla. Imaginé la carne mezclada con pasas, aceitunas y aspiré un fuerte recuerdo a Patria.
La culinaria dominicana está representada en las vitrinas restaurantes y negocios de comida a lo largo de Broadway, en el Alto Manhattan. Fritos de plátanos maduros, bollitos de maíz, bienmesabes, bacalaítos, quipes, arepas dulces y saladas, dulce de leche, piñonates y, paro de contar.
Me llamó la atención la limpieza del paño de doña Amanda, quien vendía su diaria producción de empanadillas por Broadway, de manera clandestina. Compensaba con higiene y pulcritud su violación a la ley. Diariamente vendía lo que producía.
David era un experto en impresión. Trabajaba en el periódico del reverendo Moon, Noticias del Mundo, cuando lo dirigió mi más que amigo Antonio Espinal. En uno de los pisos superiores del edificio del diario había un restaurante de calidad.
Entonces los establecimientos tenían que botar la comida que no había sido vendida. Mi amigo el impresor se enllavó con los cocineros y todas las noches llevaba a su casa un atado con varios filetes.
Tanto la cuidadosa presentación de doña Amanda, como la obligación de botar la comida cocinada, no vendida, forman parte de una costumbre que se logra cuando se cumplen las reglas de higiene en el manejo de alimentos.
Desde que se “modernizó” la venta de alimentos crudos, enlatados, cocidos y se “legalizaron” los comedores de trabajadores de la industria de la construcción, la sanidad y limpieza en el uso y consumo de alimentos ha puesto en jaque a las autoridades que se ocupan poco de la higiene en esos niveles.
No hay supervisión en los tarantines que venden comida expuesta a mimes, moscas y otras alimañas, ni en el manejo de las frutas que se pelan a mano pelada una lechosa o una piña para venderlas por trozos.
Tampoco hay vigilancia sobre los supermercados que venden mangos y piñas y aguacates semipodridos y colocados en bolsas que engañan al consumidor, así como pescados y carnes de mal olor.
Falta personal para que el Departamento del Consumidor cumpla cabalmente con su papel. Se puede. Sí señores, se puede.

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