Doña Anacaona, Dios y el mar

Doña Anacaona, Dios y el mar

POR MARIVELL CONTRERAS
El domingo pasado cuando salí del programa 9X9 Roberto emprendí el viaje hacia mi casa. Esta vez evadí los túneles y la Núñez de Cáceres que recorro automáticamente en cada regreso. Es domingo y no uno de los de José Angel Bueza «este domingo triste pienso en ti dulcemente y mi vieja mentira de olvido ya no miente» marcado profundamente en mi memoria por la voz inigualable de Enrique Lizarde.

No. Era el otro domingo, un domingo brillante y cálido como solo sabe hacerlo el Caribe.

Un día como este, pensé, lo que me merezco es ver el mar, me voy por el Malecón.

Disfrutaba del azul más azul de todos los azules, confundidos el cielo y el mar aunque no estaba tan lejos para pensar que estaban unidos.

No estaba oyendo música, sino un audiolibro «La isla de Abel», que me prestó Edgar Reyes Tejeda de su audioteca y mientras me imaginaba a Abel solo en el imprevisto refugio donde un pequeño movimiento se lo llevó alejándolo de su esposa, su casa y sus cosas, disfrutaba del paisaje marino.

Fue, cuando iba a doblar, a despedirme del mar, a tomar la Independencia, a llegar a mi casa, a determinar qué ó dónde habríamos de almorzar, que reparé en una gran hilera de carros, en una muchedumbre agolpada del otro lado de la cera mirando curiosa hacia el mar.

No tuve tiempo de pararme, nadie se puede parar de golpe en el Malecón y mucho menos devolverse, así que fui a reunirme con mi compañero y mi hijo a resolver los problemas de la cotidianidad hogareña.

Confieso que esa visión abandonó las restantes horas de esa tarde. Seguimos, vimos TV, leímos y oímos música hasta que llegaron unos amigos.

Fueron ellos los que me trajeron la mala nueva: Esa tarde y después de pasarse la mañana rezando en la iglesia, doña Anacaona, una señora de casi medio siglo a cuestas decidió, como Alfonsina, irse por el mar.

Conmovida por este suicidio terrible. Por la visión de esa señora que dejó sus hijos, sus nietos, su casa y sus cosas para ir a decirle adiós a Dios antes de lanzarse al mar, escribí:

Vengo para que me veas
vengo a rezarte una vez más
pero será la última, Dios
perdóname si existes
si no existes, entonces tengo razón.
Si existes perdónate
por dejarme llegar hasta aquí
si no existes comprendo
que tampoco debo existir yo.

Si existes, perdóname
haberte buscando tan inútilmente
donde no estabas.

Si no existes mi vida
ha sido tan tonta
como me veo de rodillas
ante una imagen
que es tan falsa como yo.

Si existes estás disuelto
en la dulce brisa
en la salada mar…

A ti voy en busca de mi paz,
convencida
de que si no existes,
nisiquiera me voy a enterar.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas