Salomé Ureña de Henríquez no es solo nuestra. Es una de las más grandes figuras de la poesía latinoamericana y eso la eleva más allá de nuestras fronteras, de nuestro orgullo nacionalista. Como una vez dijo Eugenio María de Hostos “Salomé es una sacerdotisa en el aula, una pitonisa en el arte, un mentor en el hogar” y por eso, -haciéndome responsable de la importancia de su legado-, hoy pienso más que nunca en ella.
Hablar de doña Salomé Ureña es hablar de la poesía misma. De esa que nace entre la gloria y la ruina, entre sueños y miedos. Saber que nació en una época tan tumultuosa, donde recién se formaba nuestra identidad como nación y que tuvo que defender a temprana edad en una sociedad en donde las mujeres no tenían el derecho a educarse, donde era mal visto y poco recomendable que una niña como ella supiera escribir y leer.
Salomé entendió -gracias a su padre- que no era suficiente el Catecismo. Necesitaba conocer a los grandes pensadores, los clásicos de la literatura española, citar sus obras de memoria, encantarse con un mundo vedado para ella, pero que nunca aceptó.
El idioma no era una limitante; para llegar al nivel de conocimiento que tuvo de la literatura francesa e inglesa aprendió a la perfección ambos idiomas. Una poeta de nacimiento, una estudiosa hecha a fuerza y coraje. La alumna supera al maestro desde siempre, pero no era algo que los hombres de la época iban a reconocer fácilmente.
Es por esto que ante una de sus primeras poesías publicadas (bajo el seudónimo de Herminia) el Boletín Oficial de Santo Domingo tuvo que – al pie de la poesía- una especie de justificación a la publicación destacando que les era imposible pasar por alto el talento de la poetisa salida de las mismísimas entrañas de Apolo.
La poesía de Salomé no estaba circunscripta únicamente a los elegantes salones de la época, repletos de varones acaudalados o intelectuales, era al mismo tiempo llevado a las calles por una juventud que quedó fascinada ante su talento y que se atrevida a transcribir las paredes con sus versos, un hermoso grafiti de aquellos tiempos.
Gastón Deligne dedicó estos versos a la poetisa a raíz de su muerte.
Ella, al menos, mantuvo con su aliento de una generación los ojos fijos en el grande ideal. Aún llena el viento la seductora magia de su acento, y aún hablará a los hijos de los hijos. . .
Esa era Salomé; una mujer adelantada a su época, enérgica, capaz de escribir con tanta furia y tanto amor a su patria y a quienes debían defenderla de agresiones externas. Hablaba por generaciones y para generaciones. Hoy soñaré este sueño: encontrar las paredes de mi barrio llenas de grafitis con su poesía y ver a todos ms vecinos embelesados leyéndola.
Mi muy estimada y fiel amiga. Con placer y regocijo he podido enterarme de las novedades de tus pasos. No sabes las ganas enormes que tengo de celebrar contigo tantos logros, tantos cambios, tanto avance.
Sé que no ha sido fácil el camino, no tienes que decirlo, lo viví en carne propia. Vivir y sobrevivir, como lo hice, en mis tiempos, ha sido una de las batallas más duras que he tenido que enfrentar. No ha sido una carga, tú lo sabes bien, siento a estas alturas que ha sido el motor que me permitió echar andar este barco que tú ahora timoneas.
Nuestra inferioridad intelectual -determinada por nuestro sexo- nos cerró muchas puertas. Como mucho se nos permitía leer los evangelios. Nuestra misión era solo una y estaba destinada a lo privado, a las labores domésticas, al cuidado de la familia, de los padres. Siempre invisibles, olvidadas, grises, llenas de dudas, de anhelos, de sueños.
Fui una privilegiada, al igual que tú. Tuvimos la fortuna de poder pasar nuestras tardes a la luz de las velas y leer durante horas los libros de nuestros padres. Somos el producto del autodidactismo, con sus luces y sombras, pero por sobre todo con la ferviente convicción de que la escuela tenía que llegar a todas, cuantas más mejor.
Quién diría que tu estudiarías con tanta libertad, que instruirías a otras lejos de las supersticiones, del dogmatismo y que además lo harías en una escuela bautizada humildemente con mi nombre. Que serías la ministra de educación del país, presidente de un partido político, que inspirarías a tantas generaciones y a mí, tu vieja amiga.
Esto es un sueño mi adorada Yvelise del que quiero despertar solo para transitar ese sagrado camino a la escuela y llenar mis uñas de tiza, a tu lado, pues hoy, tu propio camino da sentido al “Hágase luz en la tiniebla oscura que al femenil espíritu rodea”.
El peso de las tradiciones y de la época nos fueron leves. Tu una madre soltera de cinco hijos que a pesar de las precariedades y los golpes de la vida nunca dejó de lado su verdadera y única vocación, la de educar y yo, que tuve que enfrentarme a poderosos interés que consideraban espantoso hacer transitar (educar) a mujeres por el camino de la impudicia y la decadencia.