¿Donald Trump es una amenaza para el mundo?

¿Donald Trump es una  amenaza para el mundo?

Donald Trump constituye el anuncio de sanación o catarsis de los bajos instintos de la política mundial. Quizás hacía falta esta catarsis de advenimiento de una nueva política: la de la obscenidad de lo real.
Estamos en plena “era de la transpolítica”, es decir, en el grado cero y más bajo de lo político, la cual procura asumir el simulacro como discurso estratégico esencial, ha dicho Jean Baudrillard. Estamos en plena histeria de lo político, como desengaño y mutilación del deseo.
La instauración en el poder de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, anuncia quizás un reordenamiento del orden político mundial. Sea cual sea y venga de donde venga, el poder político es un ente de “aspiración fáctica” de los pueblos para saciar sus mejores deseos, anhelos y esperanzas. Establecer un nuevo orden mundial, con énfasis en lo local, entraña un reordenamiento de los intereses políticos de los Estados Unidos, obviando su principal estrategia de expansión y dominio, la cual inició a partir de la Segunda Guerra Mundial y aún vigente hoy día.
Trump es un buen ejemplo de esta fuerza diabólica de cambio, de esta energía inmoral de transformación, hacia y contra todos los sistemas de valor que representa los Estados Unidos. Pese a su moralidad, su puritanismo, su obsesión virtuosa, su idealismo pragmático, todo cambia allí con un impulso que no es del todo el del progreso, lineal por definición; no, el auténtico motor es la “abyección de la circulación libre”.
Nos encontramos en esta niebla, lastimosamente encallados en lo que Edgar Morin llama un “período de aguas bajas mitológicas”. “El tiempo está fuera de quicio”, decía Hamlet. El lenguaje mismo traiciona esta falta de confianza. Henos aquí incapaces de nombrar el presente y el porvenir como no sea nombrando categorías indecisas.
Aunque Trump lo ignore, esta incertidumbre induce, en el corazón mismo de las decisiones políticas, a la fluctuación de sus discursos y postulados y, por fin, a su desviación especulativa, en la interacción alocada de sus criterios, respecto a los lineamientos norteamericanos del mundo exterior, y la incidencia de los Estados Unidos como primera potencia del mundo, camino de lograr el indispensable equilibrio de la política internacional.
Hegel solía decir que la historia avanza, pero que lo hace siempre del “lado malo”. En nuestra época, en la que la modernidad establecida parece haberse encauzado decididamente por el lado “malo” y que la actual situación política parece haber atado irremediablemente su destino al destino de su forma más incierta -una atadura que parece conducirla indeteniblemente hacia la catástrofe-, puede ser conveniente asumir la estrategia de supervivencia contenida en el siguiente verso de Hölderlin: “allí donde hay peligro, crece lo que salva”.
No se puede pasar a pérdidas y ganancias a esta nueva exigencia que asciende de la sociedad democrática. No es posible atenerse a la polémica o lógica de Trump, de la política como frivolidad de la sociedad del espectáculo. Menos aún, consentir en la diabolización de la política mundial, desde una visión hegemónica del poder. Sería absurdo. A despecho de sus defectos, a pesar de la incertidumbre reinante, cualquiera que sea la ambigüedad del narcisismo que lo habita. Imposible considerar desdeñable esta insurrección democrática del deseo de las masas del pueblo norteamericano.
Lo mismo que no puede presentarse como provisoria o accidental esta mueva relación que en lo sucesivo une a cada ciudadano norteamericano con el resto del mundo. Es una realidad que no desandará su camino. Oponer a esta realidad alguna lamentación, invocar el recuerdo de las diplomacias sosegadas de antaño, añorar el tiempo en que los Estados no se perturbaban jamás por la emoción de las multitudes: nada de esto tendría sentido. La nostalgia es tentadora. A menudo es una cobardía de espíritu.

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