Donato Sousa

Donato Sousa

Los valores espartanos a los que se acogían sus hermanos y la pobreza de la España de entonces, lo desembarcaron en Puerto Plata desde un camarote de tercera. A las pocas horas, su hermano, el tío  Constantino, lo llevó a las oficinas de Munné y Compañía. “El chico  ha venido a trabajar…” Ese día cumplía  dieciséis años.

Tardó poco en hacerse puertoplateño, quizás  por la similitud  del paisaje con las  rías del Cantábrico, la hospitalidad de la gente  y porque lo tenía decidido; pensando en aquello de que “por mi mejoría mi casa dejaría”, además, ya había encontrado casa nueva.

A nadie se le ocurrió, después de un tiempo, pensar que no era un compueblano más involucrado en las vicisitudes de la comunidad,  devoto al  mar y a la montaña como el que más.   

Aunque tímido y a veces hosco, rápidamente se integró a nuestra familia siendo uno más del clan mientras vivía en la casa de mis tíos. Como buen  gallego, era terco, inteligente y de ideas inquebrantables; su ética de trabajo, su ejemplar conducta y su lealtad a los amigos le granjearon a “Donato el Español” el afecto y el  respeto de todos.

Curioso, fascinado con la mecánica y los avances científicos de la época, fraternizó con los hermanos Núñez, laboriosos e inteligentes mecánicos, fabricando artefactos que diseñaban y disfrutaban juntos.

Al igual que dos de sus hermanos, se entregó al servicio de la empresa de la cual se retiró siendo gerente regional. En el trabajo, hizo de uno de sus jefes, Andrés Bournigal, un hermano y  a su vecina de escritorio, su esposa.

Pretendió lo que podía y merecía, sin dispendios ni tacañerías, aunque no dejó de exhibir su roja motocicleta Puch, su primer vehículo, con cierta altanería y exceso de velocidad.

Como todo emigrante, huía de la nostalgia y miraba al futuro, pero algunos días, cuando el alcohol de la fiesta lo hacía expansivo, soltaba el alma y llegaba hasta su aldea escuchando canciones y poemas gallegos. Recordaba las penurias y las alegrías que vivieron en Camposancos, donde siempre le esperaban su madre y su hermana.

Fuimos grandes amigos, la empatía, el respeto  y los intereses compartidos acrecentaron el afecto y sellamos la amistad en el ritual del bautizo. Desde entonces, perdimos el  nombre y nos llamamos compadre. 

Admiré sus testarudos valores, su persistencia en el  trabajo, su lealtad y su intransigencia para los desvaríos  y las inconductas. Siempre fiel a sí mismo, a veces actuaba como un celta incansable que no se rendía, quizás imitando a la madre que trabajaba en su huerto, pasados los cien años.

Fue la vida de un hombre honesto y laborioso, a quien  venció la enfermedad hace apenas unas pocas semanas, dejando atrás a una familia tan ejemplar y llena de valores como él.

No estará en el cielo, ni en el infierno, ni tampoco en el purgatorio, porque los gallegos dominicanos van, aun después de muertos, a donde le sale de los cojones.

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