¿Dónde empezar la lucha contra la evasión de impuestos?

¿Dónde empezar la lucha contra la evasión de impuestos?

POR ADOLFO MARTÍ GUTIÉRREZ
Si en algo coincide internacionalmente la opinión pública en estos momentos es en la necesidad de que los gobiernos encaren luchas frontales y totales contra la corrupción. Corrientemente, al inicio de cualquier gestión de gobierno de un país, las autoridades económicas anuncian que uno de sus pilares en el incremento de los ingresos fiscales será el ataque a la evasión impositiva.

Si bien ese hecho por sí mismo no ha sido suficiente para cerrar la brecha fiscal existente en esos países, es evidente que ha resultado siempre fundamental para construir las bases de un sistema impositivo eficiente. Para ello, la reducción de la evasión es una de las bases indiscutibles.

La literatura económica ha identificado tres factores clave que contribuyen a incrementar la corrupción en una economía: a) beneficios potenciales de evasión mayores a las mayores tasas impositivas y a una menor eficiencia en el gasto público, b) la suma de costos de sobornos, riesgos y multas aplicables tanto el funcionario público corrupto como al contribuyente corrupto; y c) la concentración de poder en pocos funcionarios fiscales de alto rango. Un ambiente con altas tasas impositivas, gasto público ineficiente, un historial de pobre aplicación de sanciones a los corruptos y un excesivo poder concentrado en las manos de pocos oficiales, es un incentivo de corrupción creciente. Consecuentemente, las primeras medidas que se sugerirían para reducir la corrupción son menores tasas impositivas, aplicación de penas y castigos más rigurosos y sin excepciones, y la reducción del poder discrecional subyacente en manos de pocos oficiales fiscales.

LA ESTRATEGIA

Para empezar una lucha contra la evasión de impuestos casi siempre lo recomendable ha sido llevar adelante un plan integral coherente orientado a la obtención de resultados. Las medidas tomadas para lograr este «milagro» no son para nada sofisticadas. Se inician con una fuerte y clara campaña anticorrupción. Donde, tanto funcionarios públicos como contribuyentes corruptos, puedan ser sancionados. Se crea a su vez una especie de «superpolicía» fiscal, con atribuciones para investigar, capturar y sancionar a los corruptos. Este esquema fundado en el temor (percepción de riesgo) puede funcionar durante algún tiempo, pero tarde o temprano fracasa si no contempla tres factores esenciales: a) elevar y generalizar la base impositiva; b) inducir y motivar a los contribuyentes a pagar sus impuestos, y c) motivar a inspectores de impuestos a recaudarlos.

Así, un Gobierno puede atacar paralelamente los tres frentes: (1) simplificando el sistema impositivo, donde algunas tasas sean reducidas y se amplié la base impositiva reduciendo las exenciones fiscales y generalizando los tributos; (2) concentrando la fuerza impositiva en impuestos difíciles de evadir tales como impuestos indirectos y sobre el consumo de ciertos bienes específicos (combustibles, por ejemplo); e (3) invirtiendo mucho tiempo y esfuerzo en crear una estructura recaudadora eficiente, logrando mejorar la paga a los recaudadores; o unificando la dirección de impuestos y de aduanas, siendo sometidas a un nuevo organismo de ejecución y control.

La estrategia de lucha contra la evasión de impuestos debe dar claras señales de compromiso con la nueva política al separar de sus cargos a funcionarios sospechosos o probadamente corruptos, incentivando la denuncia ciudadana de oficiales inescrupulosos y logrando mejorar la paga a los recaudadores (como lo son los bonos en base a resultados). Un sistema de bonos puede financiarse con una parte de la recaudación, cuando ella supere ciertas metas establecidas. El éxito permite incluso, que las propias oficinas recaudadoras decidan aplicar parte del fondo de bonos a mejorar la capacitación y herramientas de los oficiales de recaudación. La aplicación de esta estrategia en un país es cuestión de voluntad y firmeza.

PLANTEAMIENTO DE LOS INCENTIVOS

Si por un momento suponemos que los Estados nos brindaran todo lo que esperamos de ellos dejando la recaudación de impuestos a voluntad de los contribuyentes, los gobiernos recaudarían muy poco. No en vano los impuestos se nos «imponen» y debemos pagarlos, nos gusten o no. Por ello, puede llegar a adivinarse siempre que la primera medida de un nuevo ministro de finanzas (o un director de aduanas o de impuestos) es «combatir la evasión tributaria». Es muy fácil decirlo, pero por lo visto, muy difícil lograrlo. En los primeros meses todo va sobre ruedas: la recaudación se incrementa y parece que al fin encontramos el camino ideal de reforma; pero más tarde o más temprano volvemos a lo mismo.

La raíz del problema se encuentra en un perverso sistema de incentivos. En un mundo perfecto, los contribuyentes pagan sus impuestos con satisfacción y casi diríamos con «ganas» porque reciben algo a cambio; algo que vale lo que pagan: niños educados en las calles, un sistema jurídico que realmente funciona, empleados públicos honestos y serviciales, calles limpias y transitables, hospitales bien equipados y accesibles, etc. Así, un contribuyente paga sus impuestos (o los evade) impulsado por dos móviles: 1) qué recibe a cambio y 2) qué puede pasar si no paga. En la medida en que considera recibe del Estado por lo menos lo mismo que paga, siente que no está haciendo un mal negocio. De lo contrario se sentirá engañado. Esta es la primera excusa que generalmente encontramos para justificar la evasión de los impuestos. El contribuyente lo cree firmemente y no experimenta ningún sentimiento de culpa al hacerlo. Pero ahí no termina la historia; si supone estar satisfecho con lo que normalmente recibe se pregunta entonces si vale la pena pagar. Mira a las corporaciones, a las empresas, a los vecinos, a los familiares. En realidad, si nadie lo hace, se pregunta por qué debo pagar, y qué le pasaría si decidiese no pagar.

Por ello, si queremos que un sistema impositivo recaude deben darse dos condiciones: en primer lugar el contribuyente debe sentir que no es estafado, que sus impuestos se vuelcan a él indirectamente a través de otros beneficios. De lo contrario se alimenta en él la aversión «justificada» hacia los impuestos. En segundo lugar debe existir un adecuado sistema de penas y castigos para el que los evade: fiscalizadores que realmente fiscalicen, multas que realmente se apliquen, negocios que se cierren, y en casos extremos, quizá hasta condenas carcelarias. En la gran mayoría de países pasa exactamente lo contrario. El sistema de incentivos es perverso, pues funciona exactamente al revés. La mayoría de los contribuyentes se sienten engañados y creen firmemente que evadir el pago de impuestos es justo y perfectamente lícito; y esto es muy grave, porque trastoca e invierte los valores. Precisamente los que no pagan triunfan más rápido, poseen vehículos lujosos, aparecen en los diarios, la sociedad los alaba, los premia y los pone de ejemplo.

UNA FORMA DE EMPEZAR

Existen incentivos positivos para el pago de los impuestos. En varios países se ha intentado ya en varias ocasiones la famosa «lotería fiscal»; también se han llevado adelante costosas campañas publicitarias de concientización. Lastimosamente, los resultados no han sido nada alentadores. Sin desestimar estos esfuerzos, que evidentemente son válidos e importantes, pero… no atacan a fondo el problema. Hasta ahora, la única forma de motivar a la gente a pagar sus impuestos es cuando se vea y se palpe realmente el destino del gasto público.

La estructura del gasto público puede ser un pésimo incentivo en un país. Incluso podríamos decir que tiene un efecto contrario; vale decir que provoca reacciones «evasionistas» en la mayoría de los contribuyentes. El objetivo del gasto público es que además de los beneficiados directos, también existan beneficiados indirectos: aquellos que usufructúan esos servicios. Muchas veces el porcentaje del gasto en salarios no tiene cómo únicos beneficiarios a los que lo reciben. No siempre el porcentaje del gasto en salarios redunda en beneficios útiles y por lo menos equivalentes a su costo para el resto de la sociedad. Otras partidas no constituirían un problema mientras se pagasen con las recaudaciones de sus respectivos conceptos. Sin embargo, los balances fiscales han sido pagados por todos, y recibidos por una minoría. En el caso de los intereses, van a parar a bancos y organismos internacionales, sin la respectiva documentación. También las obras públicas a que dieron lugar los préstamos que los originan no siempre producen beneficios tangibles ni los intereses están plenamente justificados. En general, el gasto en bienes y servicios es un rubro que se presta constantemente a sobrefacturaciones y corrupción, por lo que es muy probable que tampoco se vuelque aceptablemente a la sociedad.

No obstante, si hipotéticamente el gasto público se encontrara perfectamente utilizado y distribuido, todavía no podemos asegurar que la gente acudirá corriendo a pagar sus impuestos. Como los servicios públicos son proveídos en su mayoría socialmente (una ciudad más limpia, mejores caminos, mayor seguridad pública, etc.), existe una natural tendencia a querer disfrutar de ellos gratuitamente (lo que en la jerga económica se conoce como «free rider»).

La naturaleza coercitiva del impuesto no sería tal si no viniera acompañada del castigo en caso de incumplimiento. La evasión de impuestos es pues un delito, y por tanto debe ser castigado como tal. Al igual que en los demás delitos, el castigo debe ser proporcional a la gravedad de la infracción, es decir al monto defraudado. La administración tributaria tiene a su cargo la administración de justicia en este sentido, esto es fijar las penas, las multas y las sanciones. En los países más desarrollados los castigos suelen ser sumamente severos y pueden llegar incluso a la privación de la libertad. Los países como el nuestro no llegan a tanto, se limitan a multas y sanciones, siendo el máximo castigo la inhabilitación para ejercer el comercio.

¿Es fácil luchar contra este flagelo?…. Sí, pero siempre y cuando se disponga del suficiente apoyo «político» necesario para romper las roscas y reformar la administración tributaria; siempre y cuando se posea la voluntad de cambiar, de sancionar y de premiar (a los contribuyentes y fiscalizadores honestos). Una reforma de la administración tributaria debe necesariamente incorporar mayor dureza en las penas y castigos, tanto para infractores como para fiscalizadores. Debiendo también incluir un sistema de control práctico y eficiente. No hace falta inventar nada. Otros países ya han invertido tiempo y esfuerzo diseñando sistemas que realmente funcionan.

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El autor es economista y profesor universitario.
E-Mail: adolfomarti@codetel.net.do

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