¿Dónde está el húngaro?

¿Dónde está el húngaro?

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Dónde está el húngaro? Anoche no durmió en el hotel; hoy no ha ido a la Unidad Científica de Investigación. ¿Sabes dónde se ha metido? – Creo que anda con Lidia averiguando asuntos de transporte y alojamiento para un viaje a la Sierra Maestra.   -Eso no es así; Lidia está ahora mismo en su trabajo y el húngaro no aparece por ninguna parte. Lo único que hemos puesto en claro es que él estuvo hasta muy tarde en casa de Lidia. El secretario general del comité de vecinos cree que durmió allí y se fue temprano. – Lidia, señor, es una mujer soltera con un cuerpazo del otro mundo; el húngaro vive solo; es un hombre todavía joven y buenmozo. – Azuceno, yo no he pedido su opinión sobre el estado físico de esas personas; le he interrogado con el propósito de que me informe si lo ha visto o si le han contado algo acerca de su paradero los funcionarios que frecuentan la cafetería; nada mas. – Si yo supiese algo se lo diría inmediatamente; el ultimo día que lo vi había una reunión en su oficina con delegados que venían de muchos países. – Sabemos ya que el húngaro asistió a las lecturas y a los debates.

¿Cree usted que el húngaro es un disidente político? -No señor, el húngaro es un hombre amable; me parece también una persona muy estudiosa. Me hizo preguntas sobre la rumba y el son. ¿La rumba y el son? ¿Qué tiene que ver el húngaro con los bailes populares? Es un académico, no un farandulero. – Pero él quiere conocer la música de Cuba y me ha dicho que está leyendo libros de historia. Tal vez esté tratando de aprender a bailar la guaracha. – ¿Te ha dicho eso a ti? – No me lo ha confiado pero me preguntó por la letra de una vieja guaracha sobre las hermosas mulatas de Cuba. – Está bien, si sabes alguna cosa nueva me buscas en esta dirección. El hombre sacó del bolsillo una tarjeta y la entregó a Azuceno con gesto autoritario. Salió con paso rápido, cruzó la calle y montó en un vehículo que le esperaba.

– Azuceno corrió a la trastienda, entró en el baño y orinó copiosamente durante varios minutos. Después se lavó las manos, apoyó una pierna en un taburete y agarrándose la cara dijo en voz alta: ¡Ay Dios mío, se han metido en un lío! ¡No permita la Virgen del Cobre que se los lleven presos! ¡Que habrá pasado! En ese momento Azuceno sintió un rugido detrás de la barra y luego un sonido como de uñas arrastrándose sobre las baldosas. El sobresalto le hizo tumbar el taburete, que rodó bajo una mesa. En medio de su turbación logró ver un perro grande que corría hacia la puerta del establecimiento, brincó a la calle y desapareció. Era Cachimbo, el manso perro de raza indefinida que cuidaba el patio y el depósito de botellas. Nunca salía a la calle; jamás había dado esas muestras de agilidad y brío. Azuceno se asomó a la puerta con la esperanza de hacer entrar al perro. Pero había corrido ya un gran trecho. Regresó a la barra con los nervios de punta y fuertes latidos en la cabeza.

La puerta de vaivén se abrió y apareció un hombre con botas y un maletín. Azuceno lo reconoció enseguida. Se trataba de Fellito Medialibra, burócrata de la Unidad Científica, en la sección muerta del archivo de provincias. La única persona que lo tomaba en cuenta era Ladislao, interesado continuamente en conocer la geografía de la isla. Medialibra le explicaba a Ladislao, todos los días, algún asunto de los municipios de Ciego de Ávila o de Cienfuegos. Los demás trataban con desdén a Medialibra, tal vez por su aspecto enfermizo e insignificante. Tenía los ojos con los parpados caídos y el pelo como un carnero viejo. – Azuceno, Ladislao fue localizado en el parque de La Fraternidad. Lo vieron con una libreta de notas, sentado en la hierba. Tenía libros colocados sobre un banco del parque, justo frente al antiguo Palacio del Congreso. Creían que ya había salido de La Habana y abrieron una investigación innecesaria. Incluso la bicicleta de Lidia fue examinada. Se levantó un acta sobre la bicicleta en la que consta la fortaleza de los pedales y la elasticidad del soporte del sillín. Quieren que Ladislao tenga libertad y, a la vez, no perderlo de vista. Eso es todo.

No había terminado de decir esto el esmirriado Medialibra cuando entró el perro dando pequeños saltos, sacudiendo la cola con energía, acompañado de Ladislao Ubrique. – ¡Qué cosa más extraña! Cachimbo ha ido a la avenida de los parques; vengo custodiado por él desde hace veinte minutos; no se ha despegado de mi en todo el trayecto hasta aquí. Es un perro muy amistoso y no lo parecía; Cachimbo siempre estaba echado en el piso y soñoliento. Me ha dado una sorpresa, en plena calle, con sus muestras de afecto. – Estábamos muy preocupados con su ausencia, dijo atropelladamente Azuceno. – ¿Qué ha pasado? Vinieron a la cafetería a preguntarme cual era su paradero y por qué no había regresado al hotel ni a la oficina. – Sírveme un vaso de soda con un poco de hielo. Estoy impresionado por el cariño histérico que este perro mostró ahí afuera; parecía que el animal intentaba protegerme de algún peligro invisible. He ido al parque a escribir unas notas relativas a mis padres, a mi infancia, al carácter de la novela contemporánea. Después de escribirlas me quedé dormido sobre la hierba. No había descansado bien la noche anterior; además probé el ron cubano en casa de Lidia. Necesitaba estar al aire libre, sin zapatos, tendido sobre la tierra como un muerto prematuro. Los deleites de estar vivo son a veces tan intensos que nos hacen pensar en cuán corto es el tiempo disponible para disfrutarlos. Las tareas pendientes, desdichadamente, también reclaman parte del escaso tiempo de nuestras vidas.

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