¿Dónde está el Niño Jesús?

¿Dónde está el Niño Jesús?

LEO BEATO
Levántate! Hemos invitado esta noche a la cena a La Virgen María y a San José. 
  ¿A quién? 
  A María y a José, los padres del Niño Jesús. 
 ¿Y qué tengo yo que ver con eso? ¿Por qué a mí?

  Porque eres el mayor y tus hermanitas son muy pequeñas. Tienes que ayudarnos a preparar la cena. ¡Levántate y anda!  Me ordenó mi madre como si mi nombre hubiera sido el de Lázaro al que Jesús mucho después resucitó en Betania.

  De lo contrario el Niño Dios se va a enfadar – esgrimió como un espadachín torero – rematando la estocada pues a ningún muchachito de aquel barrio y en su sano juicio se le hubiera ocurrido desagradar al Niño Dios la Noche de Navidad. Ese era el último lío en que uno se podía meter. ¡Enfadar al Niño Jesús una Noche Buena? jamás! Sin embargo, desde ese día siempre he pensado que muchas de nuestras creencias son pura manipulación, puro chantaje para hacer de uno lo que otros desean que hagamos. Para bien o para mal. Pura programación conductual para mantenernos a todos sumisos.

  Tienes que ayudarnos con la Cena. Hemos invitado a una pareja de viejitos, los más pobres del pueblo, que serán José y María. Es una tradición familiar –  insistió mi madre halándome la oreja izquierda como si me hubiera portado mal. Una de las cosas que nunca comprendí en mi infancia fue la razón por la cual siempre a San José lo presentan como un viejito de barba con un niño tan chiquito como Jesús de Nazaret nacido en Belén. A nadie se le ocurrió nunca explicármelo y sentía un terror santo que hacía que nunca me atreviera a hacerle la pregunta al catequista o al cura, no fuera que me degollaran vivo con la mirada y me enviaran al rincón de los suspiros donde nos castigaban cuando hacíamos cosas malas. Eso le pasó a Hamlet Hazím, mi compañero de pupitre, cuando se le ocurrió preguntar con quién fue que Caín procreó sus hijos antes de que asesinara a su hermano Abel. Por haber hecho semejante pregunta lo expulsaron para siempre del catecismo, acusándolo de ateo y de comunista a los siete años. Por eso me mordía los labios y no me atrevía a abrir la boca, no fuera que el Diablo viniera a buscarme por comunista a mí también. El caso fue que yo, con mi padre, mi madre, mi tía Emelinda y mis dos hermanitas, pasamos el día dando bandazos preparando la casa para aquella cena de Noche Buena. Lo que se me quedó grabado a sangre y a fuego en la memoria hasta el día que me muera fueron los glob glob glob del pobre Panchito, el pavo que había convivido con nosotros durante los últimos seis meses de su pava vida. Aprendió a relacionarse con el gallo pinto y las catorce gallinas ponedoras que mi madre tenía en el traspatio. Como un políglota florentino glob glob glob glob  acudía solícito envuelto en su palio medieval cuando lo llamábamos por su nombre y desfilaba solemne en procesión seguido del gallo pinto que le servía de presbítero. ¿Por qué siempre hay que matar para mantenerse uno vivo? Esa es una pregunta que todavía nadie me ha podido contestar. Cuando le cercenaron el cuello en sacrificio cruento para nuestro provecho de dioses crueles, Panchito no emitió ni un sonido dejándose degollar en silencio como un mártir del martirologio romano ido a destiempo. Como mi padre no hizo acto de presencia hasta el momento de sentarnos a la mesa, me tocó a mí abrir la puerta de nuestro hogar a San José y a la Virgen María. Mis pupilas se pusieron del tamaño de las castañas que mi mamá iba a servir de antipasto al ver a los dos viejitos vestidos de domingo, él con saco y corbata y ella engalanada como si fuera a la Misa del Gallo. Ambos eran bajitos y morenitos y pensé que allá en Belén todo el mundo era chiquito como ellos y no como aparecían en las estampitas de la Iglesia, donde José y María eran esbeltos, ojos azules y pelo rubio como los curas de la parroquia que eran canadienses. Estos de la realidad eran negritos, revejíos y de pelo de alambre. Ese fue mi primer choque cultural entre la realidad y la fantasía, pues me llevé la sorpresa del siglo al abrir la puerta de mi casa a San José y a la Virgen María. Mi madre me había dicho que él era un gran carpintero y que la Virgen María tejía mucho mejor que ella tejía. Sin embargo, cuando San José me dio la mano, por poco me la exprime. Sólo faltaron los clavos y las tachuelas para cercenármela.

 ¿Cómo estas carajito?  Me espetó el carpintero. Yo, que pensaba que era un niñito bueno a quien había que tratar con dulzura, casi me desmayo del espanto porque el saludo me pareció un saludo obrero. ¿Y qué otra cosa era José de Nazaret el padre de Jesús? ¿No era un obrero?

 – No seas tan bruto, José, que vas a hacer llorar al niño –  le dijo María al ver incrustada mi mano derecha en la aplanadora de cayos del carpintero. «Se ve que están casados»  pensé para mis adentros  porque ya se están peleando». En mi cabeza hueca constaté que María era como mi tía Emelinda que le cantaba a cualquiera las verdes y las maduras sin espavientos.

  – ¿Un ponchecito cartujo?  – preguntó mi madre desde la cocina.

–   ¿José y María bebiendo ron? ¡Ay mamacita!  me cruzó el mal pensamiento. “La mente es la peor enemiga del hombre y lo conduce al infierno” había sentenciado mi tía Emelinda cuando mataron a Panchito. Yo no entendí ni pío porque no veía ninguna relación entre el cuchillo, Panchito y mis pensamientos aunque le tenía un terror de saca- teclas al Infierno. ¡Trrrrrrr!

  – La mesa ya lista está – entonó mi madre como en el himno del Ofertorio en cualquier iglesia del barrio más pobre de cualquier ciudad del mundo. –   Ustedes ocupan el sitio de honor – dijo sonriéndole a la Virgen María y a San José, mientras yo esperaba solícito que me mandara a sentar junto a ellos. Aquella noche cenamos lerenes, castañas, gandules, arroz blanco, un pavito horneado que mis hermanas y yo rehusamos probar, batatas hervidas y ensalada suiza; bebimos un mosto de uvas blancas que nos había regalado el vecino, don Donato Facio, un relojero italiano cuya esposa, Rossina, era tan gorda que no cabía en una sola silla y se necesitaban dos personas para ayudarla a parar. El postre fue mi preferido, pudín de pan confeccionado personalmente por mi madre. Esa era una de sus especialidades. Al final de la cena María y José comenzaron a clavar su mirada en mí y a hacer preguntas sobre mi conducta. San José le preguntó a mi padre si era un niño obediente y hacía siempre lo que me ordenaban. Yo, que no quería exhibir mis paños menores en público, pensé que lo mejor era salir juyendo como el Diablo de la Cruz, pero no me atreví a moverme ni una pulgada no fuera que José y María me condenaran al fuego eterno y ahí sí que no había tutía. Ni mi tía Emelinda me salvaría de la pela. Fue entonces cuando se me encendió el bombillo.

 –  Señora María y Señor San José  balbuceé´- temblando del miedo.

  – ¿Y el niño Jesús…dónde está eh?  le hice la pregunta a tiro de escopeta para desviar la conversación. La Virgen María me dirigió una sonrisita pícara y me contestó a lo dominicano:

–   Adió, el Niño Jesú ere tú. El Niño Jesú seamo todito.

El Niño Jesús somos todos. ¡Felices Navidades!

Historia real.

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