¿Dónde está la razón?

¿Dónde está la razón?

MARIEN ARISTY CAPITAN
Intento escribir raudamente. Pero no puedo. Me cuesta teclear las letras sin que mis dedos trastabilleen a cada momento. Las ideas se atropellan unas a otras. La indignación me puede y me ciega. Pierdo la coherencia y no sé cómo organizar todo lo que intenta colarse en el papel.

Aunque se supone que los periodistas debemos ser coherentes y objetivos, hay momentos en los que nosotros también nos perdemos en un mar de sentimientos encontrados. Porque, ¿cómo puede alguien escribir sin emocionarse hasta las lágrimas cuando piensa en la terrible tragedia de Saniela Rodríguez, la pequeña niña de nueve años que fue atropellada brutamente por un animal que le pasó por encima a su frágil cuerpo de manera intencional?

Es difícil entender cómo una persona pudo desquitarse de esa manera contra una niña sólo porque quien conducía la motocicleta en la que ella viajaba le había rayado su reluciente jeepeta. ¿Acaso la vida de alguien vale tan poco para ese cobarde conductor que además se alzó a la fuga?

No hay manera de justificar, a menos que hablemos de un monstruo, que alguien alcance niveles de cólera tan altos para perder la cordura por una nimiedad como un rayón en la carrocería.

Sí, estoy consciente de que puedo equivocarme al asumir que ese señor hizo lo que hizo porque perdió la razón. Pero prefiero hacerlo. Eso es mejor que reconocer que hemos caído tan bajo como sociedad. Además, que hemos sido capaces de moldear ese tipo de bestias.

No quiero pensar que le hemos perdido el respeto a la vida. Tampoco que los niños y la dignidad ya no significan nada o que hayan desaparecido la decencia y la justicia. Mucho menos que supongamos que estamos tan por encima de los demás que les podemos pasar literalmente por encima sin importar lo que pase porque tenemos completa impunidad.

Hace tiempo que conducir una jeepeta es sinónimo de estatus y de poder. También, por aquello del tamaño y la resistencia que suelen tener, de cometer abusos contra los demás conductores.

Esos abusos, sin embargo, se traducían antes en rebases temarios, robo de semáforos o metérsele a uno por delante en una fila. Nunca se había visto algo así. Nadie hubiese podido imaginarlo jamás.

Por eso duele tanto. Por eso sorprende e indigna. ¿Cómo podremos explicarle a esa pequeña que hemos fallado de tal manera en nuestro intento de tener una sociedad justa y correcta?

Su cuerpo jamás será igual. Le destrozaron la pelvis, los genitales, el ano y una pierna que no volverá a sentir jamás. Con ello, además de mutilarle salvajemente el cuerpo, acabaron con la mayoría de sus sueños y quizás hasta con su vida.

Correr, montar bicicleta o hacer ejercicios será para ella una utopía. Tener hijos, una quimera. ¿Pensar en el futuro? Una incertidumbre y tal vez hasta una agonía.

A pesar de que no podemos hacer nada para devolverle todo lo que le han robado, Saniela merece que hagamos algo. Para comenzar, la Policía y la justicia deben asegurarse de que el culpable pague por el daño que ha hecho.

Lamentablemente, en este país no hay pena capital. En momentos así, y lo digo con pesar, uno la desea. Es que, por más dura que sea la condena, no habrá dinero ni años de cárcel que puedan compensar o reparar el sufrimiento de esa niña y su familia.

Por otro lado, y perdonen porque sé que lo digo demasiado, urge que nos revisemos y pensemos en qué educación y qué ejemplo le estamos dando a nuestros hijos. Algo, definitivamente, está mal. El país camina hacia la decadencia y debemos descubrir cuál es la razón de ello. Hay que ponerle coto a esto, antes de que se nos termine por ir totalmente de las manos.

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