¿Dónde está mi cofre?

¿Dónde está mi cofre?

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Desde que era muy pequeña soñaba con tener un cofre mágico en el que poder guardar todos mis sueños. Sería de cristal, transparente y limpio, para que brillara cuando el sol acariciara cualquiera de sus lados.

Poco a poco, con el paso del tiempo, el cofre cambió de material. En lugar de ser de cristal, comprendí después de romper el primer vaso Duralex que eclipsó a causa de mi torpeza, tendría que ser de resistente madera.

Rectangular, de una linda y uniforme madera, él llegó a mí cuando casi comenzaba a olvidarlo: a los once años. Entonces, junto a los papeles y algunos tesoros que quería guardar, fui depositando en él mis más infantiles anhelos.

Un buen día ese cofre dejó de guardar los pedacitos de felicidad que dulcemente depositaba en él. En su lugar, correspondía poner el dinero que pagaban los pacientes que papá veía en su consultorio de La Romana , a quienes nosotras le cobrábamos cuando mi tía Hilda no se encontraba allí.

Al terminar la jornada de consultas de aquellos sábados en los que nosotras jugábamos a ser grandes y responsables –  algo que cumplíamos a cabalidad –  tocaba el turno de pasar balance a lo ingresado, distribuir el dinero de los gastos y «repartir las ganancias» (papá solía darnos una suma simbólica, por supuesto, con la que aumentaba felizmente nuestro semanal).

Hechas las cuentas, y dispuesto el destino del capital, mi cofre volvía a quedar vacío y dispuesto para ser llenado con mis pertenencias más adoradas: un guillo de oro, una cadena, tres dijes de plata, un reloj y alguna que otra cosa más.

Desde aquel entonces, y a pesar del tiempo que ha pasado, siento gran afición por los cofres, cajas y baúles de madera. Y es que, amén de lo fantásticos que suelen ser, ellos nos ofrecen la posibilidad de descubrir los mil tesoros que puedan guardar.

Aunque en los de mi casa no encontraría más que un montón de collares, sería maravilloso descubrir lo que guardan los «cofrecitos» del Senado, tal como se le ha bautizado a la asignación especial que les entrega el gobierno para que hagan obras de bien social.

Con montos que van de los RD$400 a los RD$900 mil mensuales, los cofres de los legisladores contienen los recursos con los que se supone que resolverán algunos de los problemas que tienen los moradores de las demarcaciones que ellos representan.

Al pesar en este fondo, que va destinados a áreas tan fundamentales como la salud y la educación, no puedo evitar hacerme algunas preguntas. La primera: ¿no se supone que es al gobierno y a sus funcionarios a los que les corresponde cubrir esas necesidades?

Por otro lado, me gustaría saber si alguien fiscaliza el uso que se le da al dinero de los cofrecitos o si se hace un recuento oficial o algún listado de las obras y/o los beneficiarios.

Amén de que siempre estaré en contra de cualquier tipo de asistencialismo porque es inevitable que éste se torne en clientelismo, me da grima pensar lo que pasaría si estos congresistas deciden quedarse con el contenido de sus cofres: absolutamente nada.

En un país en el que los actos de corrupción no se condenan y parecen ser la vía más expedita para alcanzar la fortuna y el prestigio, no debemos ponérselo tan fácil a quienes podrían servirse del dinero del pueblo.

Vale pensar que en ocho de los once casos de corrupción que se han juzgado los ex funcionarios implicados fueron descargados. El más indignante de todos es el de Natalie Cabrera, ex funcionaria de Educación, a quien le encontraron cajas de materiales didácticos sustraídos de la cartera educativa pero no la condenaron.

Con este un ejemplo podemos confirmar que no existe ninguna voluntad de condenar la corrupción. Por ello, y lo fácil que es evadir la justicia, hay que oponerse a unos cofrecitos que pueden ser de cristal. Evitemos que suceda lo mismo que con el primer cofre de mi infancia: que se queden para siempre vacíos, o se rompan, porque no son lo suficientemente resistentes como para albergar las desilusiones del pueblo.

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