El 29 de julio último, el Papa Francisco visitó la estructura del campo de exterminio nazi de Auschuwitz-Birkeneau en Cracovia, uno de muchos creados por la configuración psíquica perversa del fuehrer Adolfo Hitler para exterminar todo vestigio semita en Alemania, y más allá, en todos los países conquistados por el II Reich, cuestionando donde estaba Dios en ese episodio de infamias.
Auschuwitz-Birkeneau quizás fue el de mayor resonancia abyecta de 26 campos de exterminios en toda Europa conquistada por la Wermatch, porque en ese antro de torturas y muertes, el doctor Josef Mengele, un desertor del género humano, practicó centenares de intervenciones quirúrgicas sin anestesia, ensayando el proyecto luciferino de crear un gen humano superior conforme ordenó Hitler, inspirado en la demencial tesis en su libro Así Hablaba Zaratustra.
Ese antro de infamias superó el de Bergen-Belsen, donde Ise Koch, comandante de ese centro de exterminio, profundizó la abominación ordenando castigos increíbles a los presos judíos solo por su credo religioso y su etnia hebrea, identificada por la posteridad como La Perra de Bergen-Belsen. En el trepidar dantesco de los campos de exterminio de judíos, discapacitados, homosexauales, gitanos, Testigos de Jehová y contrarios al fuehrer, los aliados (EEUU, Gran Bretaña, Francia y la URSS) callaron, también Eugenio Pacelli, el papa Pío XII no movió una palabra para interceder por la barbarie, una mancha indeleble para la Iglesia Católica, como lo fue apoyar Las Cruzadas del siglo XI para imponer la fe por la violencia, idéntico a como ahora practica el Estado Islámico.
¿Dónde estaba Eugenio Pacelli y Jehová en esa cita histórica saturada de abyecciones para denunciar las infamias del fuehrer en un genocidio que eliminó con gas freón a unos seis millones de seres humanos?