Una pequeña imagen de la Virgen María se sienta en la piedra que rodea la llama eterna tumba del presidente John F. Kennedy, Martes, 19 de noviembre 2013. FOTO AP
WASHINGTON, (AFP). Dos de cada tres estadounidenses no habían nacido cuando el presidente John F. Kennedy fue asesinado hace 50 años, un golpe al estómago pero no a la memoria de Estados Unidos u otros países. El 22 de noviembre de 1963, Thomas Hamilton, joven analista del programa espacial Apolo en Grumman Aircraft, cerca de Nueva York, volvía de su pausa del almuerzo cuando uno de sus colegas, conocido por sus bromas pesadas, gritó «¡dispararon contra el presidente!» «Yo le dije, ‘incluso viniendo de tí, es de mal gusto’,» recuerda este astrónomo jubilado. «Pero él insistió.
Llamé a un diario local, y una mujer me respondió ‘es cierto, está muerto’ y colgó». «Fue un golpe al estómago», recuerda Paul Robert Edwards, entonces un jurista que ese día escuchaba la radio mientras almorzaba en el bar de un restaurante de Kansas City (Misuri, centro). Angelo Armenti era entonces un estudiante de física de 23 años y había trabajado en la campaña electoral de Kennedy en 1960. «Salía de un estacionamiento cuando una mujer se puso a correr gritando ‘¡le dispararon a Kennedy, le dispararon a Kennedy!’.»
La pequeña escuela donde estudiaba Beatrice Hogg, hija de un minero negro en Pensilvania (este), envió a los niños de vuelta a casa. La niña encontró a su familia llorando: «Mamá y la prima Kat se preguntaban qué pasaría con la gente de color», recuerda esta escritora que actualmente vive en California (oeste).
En Massachusetts (noreste), el estado de los Kennedy, los religiosos de la escuela católica donde estudiaba Ramsey Bahraway habían pedido a los alumnos «orar por JFK». «Yo estaba más afectado que los otros, porque mis padres, inmigrados de Egipto, nos repetían que había sido gracias al gobierno de Kennedy que habían podido venir», afirma este abogado.
«Me preguntaba si nos iban a atacar» . Por otra parte, entre los estadounidenses conservadores que habían votado por el republicano Richard Nixon, quien fue derrotado por estrecho margen por JFK, algunos se alegraron. La profesora de gimnasia Lucy Siegel, en Greenville (Carolina del Sur, sureste) había reunido a las niñas para anunciarles la noticia. «Muchas se pusieron a aplaudir. Esto fue antes del fin de la segregación, el Estado era entonces más conservador que ahora.
Eso me sorprendió tanto como la noticia», responde Siegel, ahora agregada de prensa en Nueva York. Lana Mae Noone, entonces estudiante de arte de 18 años, se encontraba en un autobús en Manhattan, Nueva York, y no lo quería creer. «Para mi, la muerte, era algo que le llegaba solo a las personas de edad y él era tan joven, tan enérgico».
«Recuerdo que estaba en el patio de la escuela, mirando los aviones que pasaban por encima de nosotros y me preguntaba si nos iban a atacar», evoca John Echeveste, consultor en comunicación de California. «Era una época en que los ejercicios anti-nucleares eran obligatorios, aprendíamos a escondernos bajo nuestros pupitres», afirma, y dice que «murió un héroe y un poco de esperanza junto con él».
La noticia ya había trascendido fronteras. Alexander Longolius, entonces profesor de 28 años en un Berlín todavía dividido, fue invitado a cenar a lo de unos diplomáticos estadounidenses: «creo que nadie se sirvió algo para beber, estábamos pegados a la radio».
Tras la esperanza inyectada por la frase de Kennedy «Ich bin ein Berliner» (Soy berlinés), «nos parecía que la esperanza de millones de personas se quebraba repentinamente», señala el ahora anciano político. En Moscú, no hubo lágrimas en la escuela a la que asistía Alexandra Panina, porque entonces en la Unión Soviética «nos decían todos los días que debíamos ser fuertes, por eso no llorábamos, pero la noticia nos dejó estupefactos», recuerda esta profesora de literatura de 68 años. «Matar a un presidente en pleno día era inimaginable».