Donde Leónidas perdió el paso

Donde Leónidas perdió el paso

POR JACINTO ANTÓN
«¿El lugar exacto de la batalla? No sabría decirle, alrededor de aquí». Petros, el empleado de la gasolinera Thermopyla, hace un gesto vago con la mano manchada de grasa señalando más allá del modesto edificio en el que sirven unas comidas pertinentemente espartanas. Le preguntará mucha gente, sobre todo tras la película, 300.

«Sí, bueno, les digo lo mismo, que no hay mucho que ver: el monumento a Leónidas, la colina… Se van desilusionados». Es cierto que la experiencia de visitar las Termópilas, donde en el verano del 480 antes de Cristo un pequeño contingente de guerreros de Esparta se ganó la gloria -y se dejó la piel- tratando de impedir el paso al Ejército persa invasor, puede resultar decepcionante para quien no vaya imbuido de espíritu épico y disponga de buenas dosis de imaginación.

De entrada, el lugar ha cambiado de manera desconcertante desde la antigüedad: ya no existe el angosto paso entre el mar y las montañas que es lo que le otorgaba su valor estratégico y que fue lo que permitió a Leónidas, el rey espartano, y su célebre tropa de mantos escarlata bloquear eventualmente la marcha de las huestes enemigas, provocando el primer gran atasco -mortal atasco- de la historia. Ahora, desde el pie de las vertientes del monte Calídromo hasta las aguas del golfo Málico se extiende una gran planicie, más de cinco kilómetros, creada por las tierras aluviales depositadas durante siglos por los ríos de la zona. En el actual escenario, todo el relato de la batalla resulta absurdo. Más aún porque la transitada carretera nacional de Atenas a Tesalónica discurre sobre el viejo paraje, sepultando el tráfago de los camiones el lejano eco de la marcha del ejército del Gran Rey.

El filme 300, pese a las críticas que ha recibido por su visión antipersa -que bordea el racismo y la homofobia-, ha aumentado el interés de la gente por las Termópilas y más turistas se detienen aquí para una visita rápida. El Gobierno parece haberse tomado en serio esa afluencia -también de griegos: la película tuvo un éxito apoteósico en las pantallas nacionales-, y para el año próximo está prevista la apertura de un pequeño museo y centro de interpretación del campo de batalla frente al monumento a Leónidas, detrás de la colina Kolonos (ya está casi acabado).

Termópilas significa Puertas Calientes. Lo de las puertas alude -además de que se trataba de la ruta de acceso natural hacia el corazón de Grecia- a los tres puntos sucesivos, tres angostos desfiladeros, en los que el paso se estrechaba aún más. Leónidas resolvió defender la segunda puerta, o puerta central, un tramo de unos veinte metros de ancho, aprovechando la existencia de una vieja muralla construida por los foceos, que reforzó. El adjetivo de calientes proviene de la existencia de unas aguas termales en la vecindad. Paseando desde la gasolinera hacia la montaña, bajo un sol de justicia -uno duda de si a los 300 que lucharon alrededor de estas fechas, en verano, los mataron los persas o el calor-, se llega a un bosquecillo al fondo del cual una pequeña cascada en una piscinita pone una nota idílica de frescor. En vez de ninfas, hay un griego gordo remojándose con un sucinto bañador, y no deja de sudar. El agua, claro, es caliente. Cuando metes la mano, la sensación es desagradable. Todavía más por el olor sulfuroso que brota del agua y que inunda todo el paisaje con un hedor infernal y miasmático, como si surgiera del mismo Hades. Junto a la pequeña caseta encalada que da acceso a la piscina de baños, un tipo está sentado a la sombra abanicándose. «Sí, esto son las Termópilas. ¿Qué busca exactamente?». «No sé: los espartanos, la batalla, el valor». El vigilante murmura algo en griego, «malaka», que el visitante interpreta como «sírvase usted mismo».

Siguiendo el curso de las aguas sulfurosas entre el estrépito de las cigarras que suenan como el ejército de Jerjes afilando sus armas, se va a parar a la base de la tupida ladera de la montaña, cubierta de encinas, cipreses y pinos. Es un sitio recogido y a la vez popular, a la vista de las roderas, las latas de cerveza y los kleenex. Acaso sea una tradición local venirse con la pareja a las Termópilas a jugar a hoplitas y hetairas. El envoltorio de un preservativo marca Trojan (¡!) confirma que hay gente con un sentido realmente épico de la vida.

En la zona de las fuentes no hay más que ver. Ni rastro de la muralla focea, que debe quedar más al este. Siguiendo en esa dirección se llega a una gran explanada con matojos que unos simpáticos policías -hay un cuartel de la policía de tráfico entre los pinos cerca del edificio termal- consideran, tras debatir entre ellos, que es el escenario principal de la batalla. Los agentes han acudido en rescate del viajero solitario que, émulo del conde Almásy, da vueltas desde hace horas entre el polvo leyendo a Heródoto y consultando mapas con la cabeza descubierta, con lo que está cayendo. Los policías aconsejan cubrirse, beber mucho y hacer la siesta, y se marchan con las armas al cinto mientras el paseante lee en voz alta la mareante descripción del enorme y pintoresco ejército de Jerjes, que, según el historiador, vació toda Asia para congregar a «dos millones trescientos diecisiete mil seiscientos diez hombres, sin contar la servidumbre».

No hay que hacer mucho caso de las cifras de Heródoto -un tipo ameno, pero que se creía que una yegua podía parir una liebre-, aunque es incuestionable que Jerjes conducía unos contingentes que quitaban el hipo. Frente a ellos, «para evitar que el bárbaro pudiera penetrar en Grecia», para ganar tiempo que permitiera juntar un ejército mayor, Leónidas alineó a sus 300 espartanos -el núcleo básico de su fuerza- y las otras tropas helenas que comandaba: unos cinco mil hoplitas más.

Los espartanos eran, claro, la crème de lo que Grecia oponía en esos momentos cruciales al invasor. Adiestrados militarmente desde los cinco años con métodos que ríete tú de los marines, partir de campaña era para ellos, vista su vida cotidiana, como ir de excursión. Brutalmente disciplinados, durísimos, verdaderas máquinas de matar, su entrada en combate, en línea de hoplitas, con los pesados escudos forrados de bronce ante ellos y las largas lanzas alzadas (en cambio, tenían las espadas cortitas, pero nadie se atrevía a reírse del detalle), era un espectáculo aterrador. Cargaban entre el escalofriante son de sus flautas y gustaban de recitar la poesía marcial de su poeta Tirteo, que no era precisamente un Bécquer: «Que cada hombre se plante firme, arraigado al terreno con ambos pies, / se muerda los labios y aguante». En el cuerpo a cuerpo, tras empujar en masse con los escudos (el othismos hoplítico), desmochaban al enemigo como heraclidas enajenados. Resultaban una gente más bien rara para simbolizar la libertad de Grecia y la lucha por la supervivencia de la democracia, pero tenían sus cosas buenas. Y sin duda eran valientes. Esperaron el primer ataque persa peinándose. Las Termópilas fue su finest hour.

Cuando tras dos días de ataques frontales infructuosos y de sufrir enormes pérdidas los persas, con ayuda del inevitable traidor Efialtes, descubrieron un sendero por la montaña (la senda Anopaia) que les permitía llegar a retaguardia de los griegos, Leónidas vio que todo estaba perdido y dio permiso al resto del ejército para marcharse. Decidió que él y sus espartanos se quedaban y que lucharían hasta la muerte. Heródoto suscribe la versión de que el honor impedía a los espartanos abandonar la posición que expresamente habían ido a defender. La batalla, en la que hubo valientes entre los valientes -Diéneces, el que contestó que no le importaba que las flechas persas oscurecieran el sol, pues así pelearían a la sombra-, tuvo también sus cobardes. El más famoso es Aristodemo, el Harry Faversham espartano. Considerado el primer miedoso de la historia, regresó a su ciudad, donde le apodaron «el Temblón», que ya es carga, y más si resides en Esparta. Reparó su cobardía en la batalla de Platea (hoy, una planicie agostada y llena de cardos), donde, en vez de mostrar otra vez canguelo, se echó como un loco encima de los persas y le mataron, con gran satisfacción de todos, incluido probablemente él.

Frente a la explanada en que ha quedado convertido el antiguo desfiladero y pasada la carretera (construida en lo que antaño era mar), al otro lado de la misma, se alza el monumento de 1955 conmemorativo de la batalla, dominado por la ciclópea estatua de bronce de Leónidas, enzarzado en perpetua gigantomaquia con las horrendas torres de alta tensión a su espalda. Para acceder hay que cruzar a toda pastilla la autopista vigilando mucho, pues la circulación, intensa, es en las dos direcciones. Uno llega así ante el enorme espartano convenientemente sobrecogido, con el corazón acelerado y maldiciendo la desconcertante costumbre griega de circular también por el arcén.

Leónidas, el Custer griego, aguanta estoicamente la soleada con la lanza en ristre apuntando hacia la montaña, la mirada ensombrecida bajo el yelmo de alta cresta. En el pedestal, la lacónica inscripción «Molon labe» («ven a cogerlas»), la legendaria respuesta que dio al emisario de Jerjes que le exigía entregar las armas -y hoy lema del I Ejército griego-.

El mejor lugar para admirar la estatua colosal es debajo de ella, porque proyecta un poco de sombra, pero los turistas te piden que te apartes para hacerse fotos. Uno de ellos, español, comenta con sorna la pequeñez (relativa) de los atributos del desnudo Leónidas. El bronce parece temblar con la afrenta, pero es que pasa un tráiler de la compañía ateniense Poseidón. A la izquierda del monumento al rey y sus espartanos se encuentra el mucho más discreto de 1997 dedicado a los tespios, los comparsas de las Termópilas.

A unos metros de los monumentos hay un banco y una pequeña fuente con grifo convenientemente emplazados bajo una higuera. Se está de fábula y permite recomponerse. Pero la batalla continúa. Hay que seguir, regresar al otro lado de la carretera (¡!) y ascender al último escenario del drama termopolitano: la   pequeña colina denominada Kolonos.

Las excavaciones del gran Spyridon Marinatos en las Termópilas en 1939 permitieron identificar Kolonos, donde se encontraron numerosas puntas de flecha persas, con la colina del last stand espartano. Esas flechas confirmarían el relato de Heródoto y la imagen popular de los últimos hoplitas acosados por todas partes y sepultados bajo una lluvia de proyectiles.

Y es en la cima de la pequeña colina, junto a la placa moderna en el suelo inscrita con el famoso epitafio de Simónides de Ceos («Caminante, ve a Esparta y di a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus mandatos»), donde el peso de la emoción de las Termópilas se concentra y se desploma al fin sobre el visitante. Será el calor, el cansancio o tanto Heródoto, pero las imágenes de la batalla, el estrépito, el olor de los cuerpos sudorosos, del miedo y de la sangre parecen brotar de entre las piedras incandescentes, de la tierra misma. Y uno descubre que siguen aquí, ellos, los hoplitas espartanos, revestidos del «furioso coraje», aguantando mientras miran al rostro a la muerte. Mordiendo con los dientes el tesón como una fruta ácida, que diría Ritsos. Eternos, invencibles incluso en la derrota, aferrados a este pedazo de historia, a este trozo insignificante de Grecia tan sembrado de luminoso valor.

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