Donde vivió Ponce de León

Donde vivió Ponce de León

Una carretera de tierra que según dice un rótulo sobre un poste de energía eléctrica (también conocidos como “potelú” o “paluelú”) se llama “Carretera Los Jobitos”, sale de la entrada de San Rafael del Yuma hacia las indicadas frutitas, pero también hacia la que fuera la casa de Juan Ponce de León, uno de los soldados españoles que estuvo cristianizando indios por ahí por San Rafael del Yuma, en Higüey.

Todavía no se había inventado el queso de hoja ni se había descubierto el chicharrón de leche, por lo que el pobre Juan Ponce tenía que vérselas con unos túbanos de guáyiga que estando calientes eran de fácil comer, pero fríos resultaban una amenaza para la más hercúlea dentadura.

Para los indios no era problema, acostumbrados como estaban a comer pan de guáyiga o de yuca acompañados de quemíes a la brasa, jutías al carbón o coríes en puya, una recalentadita de cualquiera de esos bocados servía tanto de cena como desayuno. Pero a Ponce de León no le hacía nada de gracia intentar meterle el diente a una chola de guáyiga, que aún recalentada ofrece una resistencia como de judío en Masada. Lo más probable es que con todos los dientes flojos por mascar cholas se largara a la primera oportunidad a Puerto Rico, de donde saltó a La Florida, porque dizque allá había un tal doctor Nusbaum que podía ayudarle a recuperar el pelo perdido de tantas rabias hechas durante la cristianización.

La cosa es que se preparó para irse del país, cristianizó unos cuantos indios más con las últimas cargas de pólvora y balines que tenía, se guardó algo del oro exprimido al territorio, abandonó la casa que había construido junto al río Yuma y se fue a Puerto Rico en la primera carabela que encontró. Creo que ahí comenzó el asunto de irse en yola a Borinquen.

Ponce de León debió haberse llevado muy poca cosa de lo que tenía en su casa, a lo sumo el traje de baño, una gorra del Escogido, tortas de casabe y un par de aguacates. Las pertenencias más personales: como su espada para cristianizar indios, su armadura, su cama, su lebrillo, su archivito de tarjetas personales y otras cosas y muebles las dejó. Por suerte, porque ahora nos han servido para usar la casa como museo, habilitada como tal en época de Balaguer (1972) y recientemente reforzado en su museografía con más piezas de la época y algunos carteles de información llevados a la casa por la Secretaría de Cultura hace pocos días.

San Rafael del Yuma tiene la casa de Juan Ponce de León, y con ella un agradable museo histórico colonial, ideal para uno hacerse la idea del estilo de vida de los primeros cristianizadores y de sus peripecias entre cholas, huracanes y jejenes.

[b]Lo que queda del Yuma[/b]

Una carretera polvorienta y avergonzada cruza sobre un puente estrecho sin mirar para ningún lado. Lógico, a ambos lados del puente se extiende lo que queda del río Yuma.

Según lo que se sabe, cuando todavía Juan Ponce de León habitaba su casa en la orilla occidental del Yuma, este río le permitía navegar desde el mar hasta la casa. Hoy hasta un barquito de papel encallaría entre sus piedras.

El proceso de desmonte para exportar madera iniciado por los colonizadores fue también el inicio de la degradación de nuestros ríos, y la mejores muestras de ello son los ríos cuya abundancia de agua dependía de los bosques de la parte más oriental del Llano Costero Suroriental.

Ríos como el Cumayasa, Chavón, Yuma, Sanate, Anamuya y otros más pequeños se vieron severamente afectados por la desaparición del bosque original. La destrucción del bosque y luego la conversión del llano en tierras cañeras transformó por completo la organización hídrica natural de la zona, ocasionando disminución en la pluviometría y ampliando el rango de evaporación de las lluvias caídas, y en consecuencia, restándole aguas a los ríos.

El río Yuma, o lo que queda de él, seguramente no guarda buenos recuerdos de Ponce de León y sus travesías a lomo de sus marullos desde su casa al mar y viceversa.

[b]Vénguese de las luces altas[/b]

Los folletos para instrucción de conducción de vehículos y preparación hacia los exámenes que impartía el Departamento de Carreteras de la Secretaría de Obras Públicas hace muchos años, instruía al aspirante a conductor a que “no trate de vengarse cuando un auto en vía contraria traiga las luces altas, mantenga la vista hacia la línea a su derecha” o algo así por el estilo.

Alguien me dijo hace poco que ya eso cambió, que ahora la instrucción es poner luces altas si alguien las trae altas también, y, lógicamente, si puede ponerlas más altas aún que el oponente pues…

La verdad que pocas cosas son tan terribles como encontrarse con luces altas al conducir, mucho más terrible cuando uno sabe que la intención del imbécil que viene es molestar. El otro día conversaba yo con una amiga sobre las intenciones que embargan a uno en esas circunstancias y cuántas ideas nos gustaría desarrollar para responder a una luces altas.

Unos amigos italianos aquí recurrían a varios flashes disparados directamente a la cara del conductor opuesto. Funcionan, pero se gasta muchas pilas, y con estos precios…

A mi me gustaría instalarle a mi vehículo un disparador de proyectiles fotosensibles y explosivos, que vayan directamente a las luces. Otras veces pienso en la posibilidad de instalarle un inyector de pintura negra para cubrirle el vidrio delantero y lateral al desgraciado cuando pase a mi lado.

A veces quisiera ir con alguien que vaya en el asiento de atrás con un fusilito de balitas “U”, para ir cazando luces altas. En fin, que al igual que yo son varios cientos los conductores que quisiéramos venganza… o por lo menos ley en las carreteras del país.

[b]El placer de caminar[/b]

Un conductor de vehículos es muchas veces un falso paraplégico que goza de su actuación como falso paraplégico. Goza al ver cómo miles de personas deben utilizar sus piernas y pies para trasladarse de un lugar a otro con toda la incomodidad que puede resultar de la inclemencia del sol, la pertinencia de la lluvia o de llevar el tiempo en contra.

Un gozo imbécil, naturalmente, pues si se piensa en la posibilidad de que un verdadero paraplégico goce ver a otros caminando desde su vehículo especial veremos que no puede haber goce alguno en alguien quien quisiera vivir “castigado” el resto de su vida caminando con sus propias piernas y pies.

Poder caminar, y hacerlo por kilómetros es una bendición, como no poder hacerlo es una de las cosas más tristes. Sin embargo, persiste lo anterior: gente que se goza en no caminar, en no aprovechar esa posibilidad.

Nunca se sabrá el número de personas que ha muerto a causa de no caminar, a causa simplemente de pasar demasiado tiempo dentro de un vehículo haciendo que éste camine por él, y consecuentemente, haber disminuido sus posibilidades de vida.

Poder caminar, trotar, correr, trepar es algo que nos tomó millones de años aprender para ahora dejarlo de lado. Ningún otro animal ha podido llegar hasta este punto al utilizar solamente dos de sus extremidades para moverse con tanta gracia, facilidad y agilidad como lo hace el ser humano. Y aún así hay gente que prefiere olvidar esa capacidad.

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