Dormido y despierto: con ropa y sin ella

Dormido y despierto: con ropa y sin ella

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ay, Azuceno, tengo tres días pensando en Ladislao; no me lo puedo sacar de la cabeza! – Es natural, hija; se te ha ido el hombre que te gusta. – No digas eso; él se fue porque yo le dije que se fuera; prefiero tenerlo vivo y lejos de aquí antes que muerto y cerca de mi. No hubiera podido aguantar ese dolor. El no quería salir de Cuba hasta completar su trabajo en la provincia de Oriente.

Pero yo sabía muy bien que al terminarlo me diría que lo acompañara a Santo Domingo. ¡En esa nos íbamos los dos: tu, a Miami, donde mi prima; yo, a la República Dominicana, con el húngaro! Pero todo se ha barajado por el momento. Trabajo ahora más que nunca para que no haya quejas de mí en la fábrica de uniformes; también para no hablar mucho con los compañeros. A veces me quedo mirando las camisas de los uniformes y me parece ver la cabeza de Ladislao detrás de la pila. ¡Con la cara sonriente, Azuceno! Por eso sé que está bien. – Dichosa tu, Lidia, a pesar de todo, pues tienes a quien querer. Hablaban sentados en la salita, confiadamente, con la puerta entreabierta.

– ¿Vive aquí Lidia Portuondo? Azuceno oyó la voz y enseguida se levantó de la mecedora; Lidia, rápidamente, se abrochó la bata; con las manos alisó los cabellos. – ¿Quién es? El hombre entró a la casa.   ¿Es usted Lidia Portuondo? – Sí señor, en que puedo servirle. Estoy encargado de interrogarla; en la fábrica donde labora me han dado su dirección. – Siéntese; estoy a su disposición. – Sabemos que usted conoce a Ladislao Ubrique, un extranjero residente que trabaja en la Unidad Científica de Investigación Social. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? – Lo ví en Santiago, la semana pasada; fui llamada para que me reportara a la fábrica antes de lo previsto. Le dejé revisando documentos en la notaría del licenciado Menocal. Desde entonces no lo he visto. – ¿Esa notaría es la de Ruiz Medallón? – Creo que si; el licenciado Ruiz Medallón murió hace tiempo; la oficina la heredó Menocal; todavía lleva el nombre del fundador. Esto me ha explicado el señor Ubrique en Santiago de Cuba. – ¿Sabía que ese señor está en los Estados Unidos? ¿Qué huyó del país y abandonó el trabajo en la institución cubana que lo había acogido? – No señor; no he vuelto a saber nada de él desde que salí de Santiago. Me incorporé el lunes al trabajo en la fábrica; tenía entendido que él permanecería en Oriente. Deseaba visitar varios lugares, entre ellos Baracoa y El Cobre. – Pues le informo que el hombre se fugó; si usted recibe noticias sobre él llame a este número. El visitante extendió una tarjeta con un número telefónico, saludó fríamente y salió.

– Lidia, viste la cara de ese tipo. Tiene los ojos turbios y una cicatriz en el pómulo. Luce como un boxeador retirado. – Claro que sí; no hay más que mirarle las orejas. – Yo no pude verle las orejas. – Yo sí; Lidia Portuondo no está de más en el mundo. ¡Mucho tardó en llegar la amenaza! Oye bien, Azuceno, estamos salvados los tres, gracias a la Virgen de la Caridad. – ¿Por qué dices eso? – Porque tengo ojos en la cara. Han enviado un sujeto de otro barrio; si fuera de este barrio no necesitara ir a mi trabajo para saber la dirección. La tarjeta solo tiene un teléfono y un nombre de pila: Abelardo; quiere decir que no es la policía directamente. El bandido de Pimpollo me hizo un servicio sin saberlo. Gracias a sus intrigas estoy metida en la fábrica desde antes de que echaran de Cuba al periodista de Santo Domingo. ¡Somos afortunados los tres! Ya sé que Ladislao no está aquí. Caracuadrada salvó el pellejo; eso es lo primero. Esta visita, Azuceno, no es un interrogatorio formal; quiere decir que lo mío no es grave; únicamente me indican que tenga cuidado. Estoy convencida de que Ladislao se ocupará de nosotros dos. Tú le dijiste que te ayudara a salir de Cuba cuando viniera el americano aquel al espectáculo de Teté Chubasco. Pero él no estuvo en la fiesta de los empleados de la Unidad. Decidió ir a Santiago en autobús. Eso quedó pendiente; yo le confirmé lo de mi prima, la que trabaja en Miami.

– Tú no sabes que este húngaro no es un húngaro cualquiera; se fue de su país y después volvió a entrar en Hungría; sin embargo, tuvo que irse de nuevo. El vino a Cuba; no quiso quedarse en los Estados Unidos; ahora vuelve a los Estados Unidos. Es un hombre muy terco. – Si, Lidia, pero ya él no puede volver a Cuba. – Llévate de mi, Azuceno, confía en tu hermana. Lo conozco bien: dormido y despierto, de noche y de día, con ropa y sin ella. Despierto puedo leerle los ojos; y si lo veo durmiendo te puedo decir con qué pie se levantará. ¡Es un hombre voluntarioso!

– Allá en Hungría, y en otros países, Ladislao tiene amigos y amigas que salieron huyendo de la policía, de la falta de trabajo. Escriben cartas a la Unidad. Pero nunca es lo mismo una carta que la presencia de una mujer como yo. Lo que ha vivido el húngaro en Cuba lo ha vivido conmigo. Es por mí que aprende la historia de los sones de músicos viejos. Él nunca había visto una rumbera, ni un babalao, ni probado el ron. Hasta eso de transportarse en bicicleta es para él una aventura nueva. ¿Con quién viaja en la bicicleta? ¡Conmigo, Azuceno! Hay una mujer de Hungría con un nombre raro que le manda papeles; dizque se llama Demonia; por más demonia que sea no podrá competir con Lidia Portuondo de cuerpo presente. La Habana, Cuba, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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