Dos contratos, dos viviendas

Dos contratos, dos viviendas

COSETTE ALVAREZ
Una vez me referí a los contratos de adhesión, que firmamos para los males necesarios que se atreven a llamar servicios, como el teléfono (que ahora incluye en su factura impuestos muy cercanos al 30%), el cable, la nunca bien ponderada recogida de basura y otros. Hoy gasto lo que queda de mis fuerzas en dos contratos de vivienda: uno, el de alquiler de la casa donde vivo, y el otro, del apartamentito que creo estar adquiriendo en Pueblo Bávaro.

Por primera vez en mi vida, no he tenido la menor dificultad en pagar el alquiler con religiosidad. Esa es la única virtud que mi arrendatario me reconoce. A pesar de la espontaneidad con la que suelo pronunciar las malas palabras, no me atrevo a repetir las que el tipo ha emitido de voz en cuello sobre mi persona porque, primero, regularicé una instalación fraudulenta de luz, no porque crea que las Edes merezcan el pago de la energía eléctrica que no nos proporcionan, sino porque no me arriesgaría a ser desconsiderada por robarme la luz. Es más cómodo, aunque cueste más, el hecho de que sean ellas quienes conserven su tan bien ganado estigma.

El segundo hecho por el que mi vecino se expresa groseramente de mí, es porque no me dejó robar el agua. Y el tercero, el que más le molesta, es que le hice saber que aquí las leyes son por moda, así que por sus expresiones sobre mí, lo trancan que botan la llave bajo la ley de protección a la mujer, no hablemos de la ley sobre ruidos innecesarios y su maldita bachata, y tengo que decir que está de lo más recogidito en ese sentido.

Pues hace como dos meses, me mandó un alguacil notificándome que el contrato se vence para estas fechas y que no deseaba renovarlo. Mucho antes de eso, ya había anunciado al barrio que en esta casa no viviría yo ni un día más allá del vencimiento del contrato. A eso no hay que hacerle mucho caso, pues la ley de inquilinato es bastante clara y lo que él ha estado haciendo se considera hostigamiento.

Me extraña, eso sí, que haya encontrado un abogado provisto de exequátur que, por ganarse una borona, se haya prestado a la notificación, más el inconveniente de dar un viaje todos los meses al Banco Agrícola, siendo tan fácil para él cobrarme, viviendo a metro y medio de distancia. Pero, si ése es su gusto…

También les había contado que, a pesar de la oferta pública de un ochenta por ciento de financiamiento bancario para la adquisición de unos apartamentos en Bávaro, yo pagué un inicial del cuarenta por ciento del precio del mío, sabiendo que a mi edad sólo me prestan a diez años y que las cuotas serían muy elevadas en relación, por ejemplo, al precio al que podría eventualmente alquilarlo.

Compartí con ustedes mis inquietudes al descubrir los nombres de algunos socios de la constructora, pensando en el origen de la propiedad de esas tierras. Sólo el nombre del bufete de abogados me dio paz. Después de haber firmado el contrato de compra y venta, me negué a recibirlo con el espacio del número de registro catastral en blanco y, no solamente llevaba la firma y el sello de un notario diferente al abogado que había estado en contacto conmigo: no estaba legalizado.

Desde que anunciaron que cumplirían con la fecha prometida de entrega, me puse en movimiento para el préstamo, no con ninguno de los dos bancos que ellos me recomendaron, sino con el mío, con el que llevo años haciendo maromas con mis centavos (literalmente).

Ahora resulta que no tienen los títulos listos, ni los tendrán en varios meses, pues a estas alturas no han deslindado el terreno. Hace nueve meses que pagué el inicial. Dado que de un tiempo a esta parte, como si no hubieran recibido mi solicitud de los documentos indispensables para el préstamo, están presionando con el saldo e incluso cobrando la cuota de mantenimiento, me desplacé hasta Bávaro a ver qué tan de entrega estaban los apartamentos. Efectivamente, se pueden considerar listos, dentro de nuestra peculiar mentalidad, a pesar de algunas chapucerías en la terminación que el airado ingeniero constructor no entiende que le sean señaladas.

Pues quiero que sepan, queridos lectores, que a esa empresa, vía interpósita abogada, también nueva en el escenario de esta operación, lo mejor que se le ha ocurrido, ya que no puedo acceder al financiamiento porque ellos (no yo) carecen de los títulos, es concederme un plazo de tres meses para que salde sin financiamiento, plazo al cabo del cual, si no he saldado, ellos “ejercerían su derecho” a rescindir el contrato, devolviéndome lo que pagué de inicial más un diez por ciento que estipula un contrato que ni siquiera tengo en mi poder porque ellos (no yo) han carecido de tiempo para legalizar.

Imagínense, lectores, que cuando yo compré, el precio había subido, en pocos días, de cuarenta a cuarenta y tres mil dólares. En estos momentos, el precio de venta anda por los setenta y cinco mil. No es mal negocio para ellos devolverme diecinueve mil doscientos dólares que les pagué, más el diez por ciento, salir de mí como si yo prestara a réditos blandos, y vender mi apartamento a setenta y cinco mil dólares que, saldando los veinticinco mil ochocientos restantes, les dejarían a ellos como treinta mil dólares de ganancias ¿limpias?

Lo peor de todo es cómo quieren minimizarnos, hacernos sentir en falta. Ahora resulta que, según la nueva abogada, la única que no ha saldado soy yo, cosa que, sin querer dudar de su palabra, me sorprende mucho. Nadie salda sin título. Nadie a quien le duela su dinero.

Pensaba dar curso a mi profunda desesperanza por los valores perdidos, más allá del valor del dinero: los valores humanos, como el honor, la dignidad, la decencia, la honradez, la honestidad, la buena fe, el civismo, etcétera. Pero sólo hay que abrir los periódicos: nada más tuve que ver la foto y la firma en un artículo de un honorable militante cristiano de alta sociedad y de la Junta Monetaria, a manos de cuyo banco y de su muy laureada feminista abogada, hace algo más de diez años, perdí un apartamento, mediante un proceso absolutamente mostrenco.

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