¡Dos “jumpers” irrepetibles !

¡Dos “jumpers”  irrepetibles !

Cuando las habilidades de Julius Erving no perfilaban la naturaleza global de la NBA, aquí todos querían pasar como Manolo Prince y rebotar con la agresividad de Pepe Rozón. El parque Eugenio María de Hostos permitía a los jóvenes del sector tener un primer contacto con los héroes del deporte del aro y balón que se transformaron en ídolos a emular en todas las canchas del territorio nacional porque el empuje de los juegos del año 1974 comenzaba a producir en grande el esfuerzo de toda una generación comandada técnicamente por Humberto Rodríguez y Faisal Abel: oro en Panamá/1977.
La era gloriosa había establecido sus bases y la cuota neoyorkina nos acercó a los avances de un deporte con sed de progreso. Llegaron Winston Royal, Kenny Jones, Randolph García, Tony Fraden, Eduardo Gómez, Edgar de la Rosa y Hugo Cabrera. Un ciclo inicial que se tornaba diverso, interesante y desbordado de los talentos estadounidenses como Marcelo Stars, Jim Maldonado, Willie (La Boa) Jones y el siempre recordado, Eugene Richardson. Tantas capacidades diversificaron el estilo y ritmo de un juego que sustituyó la individualidad por el espíritu de conjunto.
En el ir y venir del juego moderno, el material local perfilaba sus talentos. Así el baloncesto “moderno” se ejecutaba fuera del arco y los talentos emergentes tenían el arma mortal de un esquema de la altísima peligrosidad: el tiro a distancia. Y comenzaron sus tiradores a deleitarnos. Antonio Sibilio, Franchy Prats, Vinicio Muñoz e Iván Mieses se destacaron porque ejecutaban a distancia lo que siempre suponíamos fácil en la zona pintada. El argot del barrio y los amantes del juego hacían criolla la versión del “jump-shot”, transformándola en “jumpers” como bautizo exquisito a los de mayor destreza en la ejecución.
La línea de tres no había llegado y nadie creía posible que Al Horford y Karl Town le pusieran una dosis de dominicanidad a sus franelas. Eso sí, en Haina comenzaba a perfilarse el irrepetible talento de Chicho Sibilio que encontró en los Astros de Montecarlo no sólo el cariño y amistad de Leandro de la Cruz y Andrés Vanderhorst, sino la potencialidad de hacer de España la escuela de perfeccionamiento de un estilo impropio hasta el momento, pero fuente transformadora y materia del reconocimiento internacional y gratitud eterna de una ciudad como Barcelona. Para nosotros, Chicho, ellos le decían Cándido. Por eso, cuando la diabetes le ganó la batalla, los reconocimientos llegaron desde el punto más alto del mundo político, con un Pedro Sánchez evocando su contribución al equipo español hasta Paul Gasol recordándole como fuente de inspiración.
En un país irreflexivo y con deformadas dosis de pasión social, Franchy Prats supo de la “otra” batalla que ejercía fuera en la cancha. Su número 13 y la camiseta del club Naco impulsaban el fanatismo de los que sabían de su tiro perfecto, ejecuciones a distancia y un tamaño excepcional respecto del rol ofensivo producían una categorización de pieza indispensable para que la enseña tricolor llenara de alegría sus victorias. El “Ñoño”, como lo bautizó Frank Krawinkel, era mortal en sus lances, y adoró tanto el deporte que al cesar en la cancha saltó al cometario inteligente desde la televisión. Lo veía en el tramo final de su vida, y nada lo detenía porque en su eterna sonrisa me inyectaba la idea de que los avatares de un cáncer no le ganarían el juego.
Desconozco si en el más allá existen canchas de baloncesto. De ser así, los imagino charlando, recordando sus proezas, hombría, victorias, derrotas, juegos inolvidables y jugadas incorrectas. Aquí lo seguimos recordando, por tanto entregando y no todo reconocido en vida. Por eso, Chicho Sibilio y Franchy Prats retratan una época de gloria, pasión y entrega absoluta a una causa deportiva que impactó a varias generaciones.

¡Oh aquellos “jumpers” irrepetibles! Gracias

Publicaciones Relacionadas

Más leídas