Dos parecidas metidas de pata

Dos parecidas metidas de pata

Hace unos años establecí relación de amistad con el exitoso propietario de un establecimiento comercial, empedernido mujeriego.

   La gente se sorprendía de que el hombre, ya cuarentón, no había contraído matrimonio, repitiendo que “mientras la carne se venda por libra, no tiene sentido comprar una vaca entera”.

    Era un secreto a voces que el donjuanesco personaje tenía varios hijos procreados con diferentes féminas.

     Una tarde me invitó a la celebración de la fiesta de cumpleaños de una de sus amantes, en la casa donde la había mudado.

    Allí me presentó a un niño de siete años, y a una niña de cinco, que había procreado con su pareja.

    El correr de los años suspendió nuestra amistad, debido a que el faldólatra emigró hacia la ciudad de Nueva York, donde también le fue bien con la bodega que instaló.

    A su regreso al país en los años finales de la década del setenta, nos encontramos cruzando en direcciones opuestas el parque Independencia.

    Venía acompañado de un joven vestido con pantalones ceñidos a las piernas y los glúteos, cabellera recortada casi al rape, y rostro parecido al del hijo que me había presentado aproximadamente veinte años antes.

    -Encantado de conocerlo- dijo el jovenzuelo, con voz abaritonada, estrechando mi mano con fuerza trituradora de huesos, al presentarnos.

   -No me digas que este hombrazo es el muchachito que me presentaste, junto con su hermanita, hace unos años- exclamé, con deseo de sobarme la mano, magullada por el apretón recibido.

    -No te puedo decir eso, porque esta es precisamente la hermanita; el varón se quedó en Nueva York- dijo, con expresión contrariada en el semblante.

    No alcancé a emitir respuesta, y  con marcha acelerada y rostro calenturiento, me alejé, lamentando hasta el día de hoy aquella metida de pata.

    Hace ya varios años llamé por la vía telefónica a una tienda de repuestos automovilísticos, para comprobar si tenían una pieza que debía instalar en mi vehículo, que se encontraba en reparación en un taller.

    -Tienda tal, a sus órdenes- respondió una voz grave, de bajo operístico, al establecerse la comunicación cuando fue levantado el auricular.

   – Caballero, ¿tienen en existencia esta pieza?- pregunté.

    -No, señor, y la próxima vez que llame, sepa que esta voz pertenece a una señora casada, y con hijos.

    El trancón que le dio al aparato telefónico me dejó sordo por varios segundos del oído que lo sufrió.

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