Dos poderes chocan en Irak

Dos poderes chocan en Irak

POR JOHN F. BURNS
BAGDAD, Irak.- En Irak, últimamente, se ha dado una historia de dos ciudades, y de dos hombres de enorme ambición, cada uno de los cuales busca un camino hacia el poder en el Irak que surgirá, algún día, de la turbulencia que ha seguido a la caída de Saddam Hussein.

En Najaf, Muqtada al-Sadr ha demostrado cómo un clérigo corpulento con una milicia fiel y un astuto dominio de la política callejera chiíta puede enfrentar al poderío estadounidense. En Bagdad, Ayad Allawi, también corpulento y chiíta, pero laico y respaldado por los tanques estadounidenses, ha usado su lugar como primer ministro provisional de Irak para advertir a Al-Sadr que el tiempo de su insurrección se está acabando. Intensificando el drama, los dos hombres se han trabado en conflicto por la Mezquita del Imán Alí de Najaf, el recinto más sagrado en los 1,300 años transcurridos desde que la separación chiíta que siguió a la muerte del Profeta Muhammad.

Al terminar la semana, el enfrentamiento ni había estallado ni había disminuido. Había signos de que Al-Sadr estaba buscando una forma de retroceder, salvándose él mismo y a sus combatientes de la aniquilacion, y salvando lo que había buscado todo el tiempo: una intensificación de su afirmación de haber defendido la fe y el orgullo de sus compañeros chiítas.

Allawi, empeñado en derrocar a Al-Sadr y desarmar a su Ejército Mahdi pero consciente de que atacar el recinto sería un golpe horrendo para la reputación de cualquier político chiíta, parecía también estar buscando una solución mediada, un resultado que seguramente fuera favorecido por los patrones de Allawi en Washington, para quienes una demostración de fuerza sangrienta en Najaf probablemente sería aún más desagradable.

Tiempos de confusión favorecen soluciones confusas. Incluso los iraquíes que anhelan las simplicidades de la vida bajo Saddam Hussein, como hacen muchos ahora, no han olvidado lo que hizo cuando, también, fue enfrentado por una ocupación armada del recinto del Imán Alí, durante el levantamiento chiíta que siguió a la Guerra del Golfo Pérsico en 1991.

Aunque tirano, Saddam comprendió que alcanzar un compromiso servía mejor a sus intereses que el hecho de que los soldados hicieran volar las puertas y muros del recino. Después de disparar cohetes, advirtió que les seguirían armas químicas, y los rebeldes huyeron de la mezquita. Posteriormente, muchos fueron ejecutados y sepultados en fosas comunes.

En sus momentos más difíciles, Allawi podría desear que Al-Sadr muriera en Najaf, como quizá lo deseen las tropas estadounidenses que han combatido al Ejército Mahdi a través de las criptas y catafalcos del vasto cementerio adyacente al recinto, y por las sinuosas calles y callejones de la ciudad vieja de Najaf; al menos nueve infantes de marina y soldados estadounidenses han muerto, junto con por lo menos 400 de los combatientes de Al-Sadr, según el recuento oficial estadounidense.

Pero asaltar el recinto, incluso cuando las tropas iraquíes tomaran la iniciativa, probablemente causaría una explosión entre la mayoría chiíta. Y Al-Sadr, muerto, sería al menos un problema tan grande para el gobierno de Allawi -y para los estadounidenses- como lo ha sido vivo.

El martirio es básico para las creencias chiítas, y las legiones de Al-Sadr con el tiempo se reunirían en torno de otro defensor del pueblo. El patrón ha sido establecido por el propio Al-Sadr, quien creó su grupo de seguidores tras el asesinato en Najaf -por agentes de Saddam, según cree la mayoría de los iraquíes- del Gran Ayatola Muhammad Sadeq al-Sadr, el venerado padre de Al-Sadr.

A la subclase chiíta que es su primer grupo de seguidores, le importa poco que el joven Al-Sadr sea un principante religioso, un clérigo menor treintañero que no ha pasado por los duros años de estudio en el seminario. Aún les importa menos, al parecer, su encausamiento como autor intelectual del asesinato de un clérigo rival, Abdul Majid al-Khoei, quien regresó del exilio en los días inmediatamente posteriores a la captura estadounidense de Bagdad hace 16 meses sólo par ser apuñalado y acribillado fuera del recinto de Najaf.

Aunque Al-Sadr ha buscado construir su futuro político en base a la rebelión armada -en Najaf, en la populosa barriada bagdadí de Ciudad Sadr (bautizada así en honor de su padre) y en una constelación de poblados y ciudades en todo el sur de Irak, hasta Basora- Allawi ha apostado al camino constitucional para llegar al poder.

El debido proceso no siempre fue su método, como recuerdan iraquíes que lo conocieron como joven estudiante de medicina en el campus de la Universidad de Bagdad en los años 70. Entonces, dicen estas personas, Allawi, quien calificó como neurocirujano, era un partidario del gobernante Partido Baath de Saddam, un hombre que portaba un arma, amenazaba a compañeros estudiantes y era temido como agente del régimen.

Su reputación como hombre duro fue una razón, quizá la principal, de que se convirtiera en un protegido en el exilio de la CIA, y luego el candidato favorecido por Estados Unidos para primer ministro del gobierno provisional designado en la primavera. Poco antes de que Irak recuperara la soberanía el 28 de junio.

En el cargo, ha reforzado su imagen como un hombre con puño de hierro, visitando celdas en Bagdad paara ver a los rebeldes capturados acusados de emboscadas, bombazos y secuestros. Ha instado a policías y guardias carcelarios, duramente, a no mostrar cuartel. Ha reintroducido la pena de muerte, la cual los estadounidenses suspendieron el año pasado, y la hizo aplicable a casi cualquier acción rebelde, incluso aquellas que no resulten en asesinatos.

Pero aunque el suyo difícilmente es el perfil de un hombre con un sentimiento instintivo para el toma y daca de la democracia, Allawi está casado con un proyecto político para Irak que fue elaborado bajo la guía de Estados Unidos en el periodo de ocupación formal. Este requería, primero, la designación del gobierno provisional que ahora encabeza Allawi; segundo, la convocatoria a una conferencia nacional para designar un consejo de 100 miembros para supervisar al gobierno, revisar sus decretos y llamar a cuentas a sus ministros hasta que pueda ser elegida una Asamblea Nacional. La Asamblea va a elaborar una constitución permanente, ratificarla y conducir al país a un gobierno totalmente elegido para enero del 2006.

Mientras los acontecimientos alcanzaban un clímax en Najaf, la conferencia se reunía en Bagdad, ofreciendo un vistazo del tipo de país que éste podría ser si prevalecieran los ideales democráticos. Los procedimientos fueron caóticos, perturbados por las tensiones en torno a las batallas en Najaf, y se vieron comprometidos por convenios por debajo de la mesa que vieron a bloques organizados, religiosos y laicos, asegurándose una representación en el nuevo consejo excluyendo a grupos independientes más pequeños.

Sin embargo, fue la reunión más representativa celebrada aquí en los últimos 40 años, con sus miembros elegidos en asambleas en todos los rincones del país. Su algarabía demostró cuán ansiosos están los iraquíes, después de décadas de represión, de tener una voz en la reforma de su país.

Simplemente llevar a 1,100 delegados a Bagdad para la conferencia, y mantenerlos seguros durante los cuatro días de la reunión, fue un triunfo para el gobierno de Allawi y sus patrones estadounidenses, considerando la galería de tiro en que se ha convertido gran parte del país -y el propio Bagdad- en los últimos meses. Pero colocar un cordón de concreto y acero en torno al salón de conferencias está lejos, logística y políticamente, de los siguientes pasos en el proyecto constitucional, las tres rondas de elecciones nacionales programadas para el año próximo.

La primera, para el 31 de enero, elegirá la asamblea que designará a un nuevo gobierno de transición, y redactará la nueva constitución. En todo esto, parece probable que Allawi y Al-Sadr, y los polos que representan en la marcha hacia un nuevo Irak, se encuentren como oponentes una vez más, cualquiera que sea el resultado del enfrentamiento inmediato en Najaf.

Un funcionario estadounidense adoptó la visión optimista: que el debate en Bagdad y la batalla en Najaf eran dos lados de la misma moneda, iraquíes luchando por hacer sentir su peso. La tarea para quienes quieren un Irak democrático, dijo, era arrastrar a los hombres con armas -los de Al-Sadr y los insurgentes que han convertido al corazón sunita en una zona de guerra- a la arena política. Citó aprobadoramente a un delegado de la conferencia que había dicho que todos los iraquíes, incluidos los insurgentes, estaban buscando el mismo fin.

«Todos estamos trabajando para hacer que se vayan los estadounidenses», dijo el delegado citado por el funcionario. «Algunos de nosotros lo estamos haciendo tranquilamente, y algunos lo están haciendo violentamente. Pero todos estamos trabajando para el mismo fin».

Fue esta percepción la que pareció haber inspirado la propuesta de paz presentada a los representantes de Al-Sadr por los personajes políticos y religiosos que viajaron a Najaf en nombre de la conferencia. A cambio de desintegrar el Ejército Mahdi y evacuar el recinto, ofrecieron una amnistía para sus combatientes, y una apertura para que Al-Sadr participe en el proceso político «en la forma que elija».

Allawi, demasiado obstinado para haber considerado esto probable, hizo la misma propuesta en su ultimátum a Al-Sadr, diciéndole que su opción era ser desalojado a la fuerza del recinto o desarmar a su milicia y competir en elecciones.

Al final, esto pareció haber sido más una idea estadounidense que iraquí. En realidad, la mayoría de los iraquíes parecieron considerar un quimera que cualquiera de los hombres que han llevado a Irak a las convulsiones de la guerra, en nombre del Islam o de Saddam Hussein o del orgullo iraquí herido, pudiera ser convencido, por la fuerza de los argumentos o de las armas, de abandonar sus armas ahora y tomar parte del proceso electoral. Si ha habido un mensaje escrito en todo lo que los insurgentes han hecho, sean sunitas o chiítas, dicen estos iraquíes, es un rechazo a la sola idea de que el futuro de Irak puede ser elegido bajo el manto militar de Estados Unidos, más ampliamente, a la idea de que Estados Unidos y sus conceptos debieran tener algún lugar en la reforma de Irak.

Altos funcionarios occidentales que informaron a reporteros sobre los acontecimientos en Najaf parecieron estar de acuerdo. Najaf, dijo uno directamente, representaba la coyuntura más crucial que ha enfrentado Estados Unidos en Irak: una de la cual Irak pudiera proseguir, con la sofocación de la rebelión de Al-Sadr, a un nuevo periodo en el cual los políticos iraquíes, no los pistoleros, pudieran empezar a establecer la agenda del país; o, inversamente, si el gobierno se resignara a dejar a la milicia de Al-Sadr aún arraigada en la ciudad, a un mayor deslizamiento hacia el caos.

«Si el gobierno terminara golpeado en Najad, eso alentaría a los diversos grupos armados a levantarse y decir: »bien, Najaf nos pertenece», »Fallujah nos pertenece», »Ramadi nos pertenece», »Samarra nos pertenece»», dijo el funcionario. En ese caso, dijo, lo que quedaría no sería un país con una constitución aceptada y elecciones, sino una «libanización», una fractura en dominios separados gobernados por caciques, con las armas suplantando al régimen de derecho.

Volviendo al lenguaje pomposo favorecido por los diplomáticos, sugirió que esto difícilmente era lo que Estados Unidos pretendía cuando llegó aquí prometiendo a los iraquíes algo mucho mejor que Saddam. «Con milicias diferentes controlando ciudades diferentes, eso obviamente no promete la estabilidad política que Irak necesita», dijo.

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