La Iglesia nos coloca hoy ante dos figuras que evalúan la calidad de nuestra generosidad de vida.
Dos viudas nos evalúan. La primera lectura, (1 Reyes 17, 10 – 16) nos presenta a una viuda de Sarepta, en territorio no judío. Vive en extrema pobreza. Solo le queda un poquito de harina y de aceite para hacer un pan para ella y su hijo. Luego, esperarán la muerte. El profeta Elías, le pide, que primero le haga un panecillo a él y luego comerán ella y su hijo. La viuda accede. Elías come y luego la viuda y su hijo comerán todo el tiempo que dure una seca terrible.
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El evangelio nos coloca en el templo. Jesús observa, cómo muchos ricos echan limosnas aparatosas.
Luego, una viuda echa unos chelitos. Jesús les explica a los discípulos: “los ricos, han echado de lo que les sobra, “ella ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Para vivir, según el Señor, hemos de entregar a los demás lo poquito que somos y tenemos. Ha de ser una entrega como aquella de la viuda de Sarepta: a fondo perdido, y resuelta, como quien valora más otras vidas y proyectos que los propios.
A la hora de evaluar nuestra generosidad, dejémonos medir por la entrega generosa de la gente pobre. Funcionarios y profesionales con sueldos principescos, dietas y comisiones, en un año entero, no emplean una mísera hora de trabajo gratuito en bien de otros. Hay doñas pobres que, luego de una jornada agotadora de escoba, batea, plancha y caldero, van a una reunión para organizarse, salen a visitar enfermos y zancajear unos chelitos para comprarles un jarabe.
La próxima vez que crucemos delante de una parada de guaguas. Fijémonos bien: pudiéramos estar mirando a las evaluadoras de nuestras generosidades, un avance del juicio final.