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Según las crónicas que aparecen en la prensa diaria y las informaciones transmitidas como a manera de chismes, que constituyen las verdaderas estadísticas del acontecer criminal del país, parecería que todavía la ciudad de Santo Domingo, no es una ciudad peligrosa, ni lo es tampoco el resto del país, desde luego, los dominicanos, ya no nos sentimos tan seguros como hace algunos años, ni mucho menos como los islandeses que se precian de ser uno de los países más seguros de la tierra, de tal manera que no experimentan ningún temor ni por sus bolsillos ni por sus propiedades y mucho menos por sus vidas, por consiguiente estos islandeses no viven en continuo acecho ni necesitan ser cautelosos, como por ejemplo las personas que viven en Río de Janeiro, Miami, New York y ahora, Santo Domingo, que no es posible salir de la casa sin tomar las precauciones debidas aun cuando se cuente con un guardián o un perro feroz debidamente entrenado para atacar.
El dominicano, fiel heredero del español, es como este, fatalista de nacimiento y piensa que si lo atracan es mala suerte y si no, eso que llaman delincuencia, piensa si es que puede pensar, le resulta extraño. Quizás por esa formación o razón, cuando alcanza a ver algún sujeto medio sospechoso merodeando por su casa o en una avenida cualquiera o en el malecón o próximo a los centros comerciales, manipulando un automóvil, no actúa rápidamente en busca del teléfono para avisar a la Policía, no hace lo que haría un austríaco, un alemán o un suizo, que se alborotan hasta cuando su vecino más cercano se pasa con el sonido de la TV. Tampoco a los dominicanos nos alarma cuando por el Paseo de los Indios o en el estacionamiento de una discoteca o un hotel para turistas, alcanzamos ver uno o más jovenzuelos tratando de introducirse tranquilamente una jeringuilla con una dosis de droga, que podría ser causante de su muerte.