Duarte abanderado

Duarte abanderado

PEDRO GIL ITURBIDES
A Juan Pablo Duarte le tocó el honor de ser enterrado en la tierra que lo vio nacer, con la bandera que él concibió. Se ha discutido mucho sobre esto último, porque al Fundador se le han regateado sus méritos. Pero como les he contado en varias ocasiones, José María Serra le refirió por escrito a Monseñor Fernando Arturo de Meriño, que Duarte diseñó esa enseña. Serra, a quien también se le discutieran sus afirmaciones, podía saberlo mejor que nadie. Era trinitario fundador, y estuvo entre el grupo escogido por el patricio para ir el 15 de julio de 1838 a la casa de doña Chepita Pérez.

Cuando en 1884 se decidió repatriar sus restos, Duarte comenzaba a lograr lo que no obtuvo en vida: el reconocimiento de sus compatriotas. Aunque es verdad que el Presidente Ignacio María González intentó pensionarlo en las horas finales de su vida, el mensaje llegó tarde a la casa de Caracas en donde vivía. Ahora, por gestión del Ayuntamiento de Santo Domingo se encontraban en la capital venezolana don Alvaro Logroño y don Juan Francisco Pellerano, exhumándolo para traerlo.

En la Iglesia consagrada a Santa Rosalía, parroquia a la que perteneció en sus últimos días, le dedicaron las honras que no alcanzó al expirar. Para Rosa y Francisca, hermanas sobrevivientes, aquello debió saber a gloria. Sobre todo Rosa había consagrado su vida con más pasión que todos los otros

Duarte Díez, a los sueños del hermano. Le había arrebatado cartas y otros documentos que el patricio intentó quemar, pensando que transmitirían al porvenir los sacrificios de su familia. Desvalidas y solas, se encontraban en el templo, llorosas, pero acompañadas de funcionarios de los gobiernos federal, estatal y local de Venezuela, y de los representantes dominicanos.

Comenzaba el año de 1884 cuando esas emociones embargaban a las hermanas Duarte. Fueron invitadas a volver a su tierra, pero razones familiares, pues cuidaban al hermano enloquecido en las persecuciones, le impidieron el retorno. Pero estaban felices y así lo manifestó Rosa en varias comunicaciones enviadas al Cabildo de Santo Domingo y a varios amigos del país.

Ahora, en febrero, comenzaban los homenajes en la República cuya fundación impulsó. El féretro con sus restos mortales fue recibido en el muelle, transportados desde La Güaira en la goleta Leonora. En barcos de este nombre había ido y vuelto varías veces desde el obligado exilio, y ahora, cenizas para la tierra, tornaba en embarcación de ese nombre. Se habían organizado los actos para que su inhumación en la Basílica Catedral metropolitana de Santo Domingo, coincidiera con la fecha de la Independencia.

Es, pues, 27. En la Plaza de Armas, junto a la Catedral, se arremolinan funcionarios, estudiantes, dignatarios extranjeros y una multitud de personas del pueblo. Desde la llegada de la Leonora, los restos se dejaron al cuidado de una guardia de honor, en una de las capillas laterales. El desfile, más que cortejo, partió desde el templo por la puerta norte de éste, recorriendo hacia el este, desde los lados del ábside, hasta Las Damas, Las Mercedes, para retornar, hacia la puerta oeste, desde El Conde.

Varios sobrevivientes de la gesta independentista, venerablesancianos amigos suyos, acompañaron sus restos. Jacinto de la Concha, Juan Bautista Cambiaso, Pedro Valverde y Lara, Manuel Díez entre otros, le rendían homenaje. El féretro lucía una Bandera Dominicana cosida en lujosa seda. Una

cruz de lilas y azucenas que confeccionaron sus hermanas, se colocó sobre la enseña patria. Los próceres sobrevivientes que lo acompañaban, portaban lazos con los colores patrios.

Delante iban los escolares, seguidos de los más altos dignatarios de la República, encabezados por el Presidente y sus funcionarios. Luego los miembros de los Poderes Legislativo y Judicial. Detrás, los miembros de la

Cámara de Cuentas, y luego los representantes de naciones amigas y otros funcionarios. Y tras todos ellos, una multitud que se calculó entonces sobre cinco mil personas, casi la cuarta parte de la población capitaleña.

Así, envuelto el catafalco en la Bandera que él concibió, en hombros de guardiamarinas con andas desde las que se extendían los lazos tricolores, fueron retornados aquellos restos venerandos, a la Santa Iglesia Catedral.

En una de sus capillas descansarían por los siguientes sesenta años hasta que, con motivo del centenario, se trasladaron, los suyos y los de sus amigos Francisco del Rosario Sánchez y Matías Ramón Mella, a la Puerta del Conde. Y luego, al mausoleo contiguo, que se levantase en los años del decenio de 1970, con estatuas representativas de sus tres figuras.

Esa Bandera, cosida en seda o algodón, en batista o satín, en poliéster o dacrón, la estamos utilizando, en ocasiones, en forma irreverente. Sin embargo, no la exhibimos en las fechas en que la gratitud nacional cuando no la ley, nos indican que debemos hacerla ondear como expresión de dominicanidad.

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