Duarte delirando

Duarte delirando

Ficción sobre  el padre de la patria  y su exilio donde sueños tormentosos  hacen recordar la ingratitud de la época contra un hombre noble y puro

El niño llegó con la noticia cuando apenas amanecía.  Las aguas del Río Negro no habían despertado.  Los bongos, como les decían los indios a las canoas, permanecían varados en la marisma.  Los babas y los caimanes no habían salido de su letargo nocturno, y ni las garzas, ni los martín pescadores, ni las guácharas de agua habían iniciado sus vuelos matinales en busca de comida.

 Sólo se escuchaba el murmullo insistente del agua colándose por las grandes peñas, un glogloteo generalizado que perduraba aún después de que el río pasaba por el pueblo de Arichuna, donde confluía con el Orinoco.

 -El extraño se ha pasado la noche titiritando- dijo el niño al behíque.  –También dice disparates, aunque no esté por allí nadie para oírlos- agregó.  -Su cuerpo está muy caliente.  Parece que los espíritus no lo dejan en paz-.

 El anciano asintió con la cabeza.  Conocía los síntomas.  Iría de inmediato a socorrer a su amigo que hacía ya varios meses había llegado a la aldea.  Era un hombre raro, como todos los hombres blancos, pero más raro aun.  Vivía solo.  Era un asceta, un ermitaño.  Hablaba poco, aunque leía mucho.  No trajo mujer y tampoco la había buscado entre las indias del lugar.  Lucía desilusionado, tristón, melancólico, taciturno, pero, a la vez, despedía el olor de una vieja y pertinaz nostalgia.  Además del behíque, su único amigo era el cura cristiano, pero éste hacía semanas que había salido río arriba, hacia la Amazonia, tratando de convertir más otomacos a su religión, tan lejana como extraña.  Por eso no titubeó en ir en su auxilio, pues sabía que nadie más estaría dispuesto a hacerlo.

 Si se hubiese preguntado a sí mismo la razón de su premura en salir hacia el bohío de su amigo, cosa que no haría, habría admitido que también lo motivaba la oportunidad de influir sobre él, sin la molesta interferencia del cura.  Sentía un gusanito arañándole las entrañas cada vez que los dos blancos pasaban largas horas a la sombra de las ceibas, compartiendo unos recuerdos que él no comprendía.  Esta sería la oportunidad de hacer llegar su poder al corazón del blanco y de demostrarle a la aldea que aquellos dioses que desde siempre habían protegido las cosechas no sólo curaban, a través de él, hasta a los blancos, sino que, además, eran los únicos verdaderos.  No podía perder esa oportunidad, y quizás, ante la vergüenza, el behíque blanco abandonaría la aldea para siempre.

 El extraño nunca había explicado por qué se había alejado de su propia gente, por qué cortó todo contacto con su grupo, para llegar desde tan lejos a vivir entre los otomacos, pero tampoco nadie se lo había preguntado, pues ellos siempre recibían en su tribu a aquellos que escapaban de los suyos por algo que habían hecho, o no habían hecho.  No era correcto indagar razones, aun en ese primer caso de un hombre blanco, pero pobre, pobre y definitivamente raro.

 El extraño y el behíque se convenían mutuamente, pues uno aprendía del otro conjuros, propiedades de hierbas y de piedras, secretos que la tierra entregaba en noches de luna y de espesos olores ancestrales, mientras que el otro escuchaba largas disquisiciones matemáticas, silogismos y principios de lógica, acercándose a muchos otros conocimientos que poco valían a orillas del Río Negro, pero que hacían temblar al behíque porque a través de ellos se le revelaban otros mundos.

 Las lluvias mañaneras de todos los días se iniciaron apenas el anciano salió hacia su misión.  Las mujeres, que ya principiaban a rallar la yuca para el casabe, lo saludaban con respeto a su paso frente a los bohíos.  Era un buen behíque.  Nadie como él sanaba a los enfermos, adivinaba el porvenir y explicaba los ambiguos oráculos.  Sólo él hablaba con los dioses y transmitía sus mensajes.  El cacique se ocupaba de otras cosas:  de las guerras, las alianzas y las cacerías.

 El bohío del hombre blanco se encontraba al final del pequeño poblado.  Así lo había decidido él mismo.  El behíque lo encontró en su hamaca, empapado en sudor, con los ojos vidriosos.  Aunque un calor húmedo, a causa de la lluvia, se pegaba a los árboles y a los austeros y dispersos cachivaches del bohío, el hombre temblaba, como cuando se duerme en las cimas de los cerros sin fuego.

 Se miraron.

 -El cura no está- dijo el hombre blanco.  –No tengo medicinas, pues el polvo que traje en la botella se terminó.

 El behíque sonrió apaciblemente.  Sabía que la curación de su amigo dependía de un polvo, pero no del que hacían los blancos.  Se acuclilló, sacó de su macuto lo necesario, colocando sobre el burén los caracoles de babosas que trituró con un mortero de piedra, hasta convertirlos en fino polvo blanco.  Agregó la semilla machacada de la cohoba.  Guardó la mezcla en un rincón, junto a su largo cañuto, y prendió un túbano.  Aunque no había comido nada desde la noche anterior, se introdujo un trozo de madera por la garganta buscando vomitar y purgarse.  Para recibir a los dioses era necesario tener el estómago vacío.  Lo contrario sería una grave falta de respeto.  Se tiznó la cara con hollín y caminó alrededor de la hamaca, invocando a los dioses, al tiempo que ponía cara de enfermo, tosía y escupía en sus manos temblorosas.  Se acercó al paciente.  Comenzó a aspirar a medida que su boca se acercaba a la cabeza de su amigo, haciendo ruidos como cuando se sorbe el tuétano aún caliente de un hueso de venado.  Casi chupaba el cráneo, el estómago y la espalda del doliente, pues era necesario sacar las enfermedades de su cuerpo.  Tomó las maracas y las pasó, agitándolas, sobre piernas y brazos y sopló humo sobre la cara.  El blanco trataba de salir, de escapar de la hamaca, mientras balbuceaba las mismas oraciones que el cura enseñaba a los indios.  Pero el behíque lo sujetó con fuerza, mientras recitaba sus invocaciones atávicas, halando fuertemente cada pierna y brazo.

 El indio tomó el cañuto, se colocó el extremo bifurcado en la nariz, acercó el otro al plato que contenía el polvo y lo aspiró, provocándose fuertes estornudos y tosedera.  La cohoba pondría al behíque en contacto con sus dioses, que le indicarían cómo sanar al enfermo.  Primero, como siempre pasaba, fue la fiesta de colores y de formas preciosas.  Después, como sabía que ocurriría, llegaron los dioses.  Esta vez no eran los de siempre, aunque se les parecían.  Eran como parientes de ellos.  Sus nombres, aunque algo semejantes, tampoco eran los mismos.  Dijeron llamarse Yucahú Baguá Maorocotí, el que en las islas auspicia las buenas cosechas, el sembrador; Atabeira, madre de las aguas, la navegante; Mococael, el de los ojos sin párpados, el que nunca duerme; Corocote, el metalizado; Opiyelguobirán, el opía perruno; Inriri, el pájaro carpintero que con su pico esculpió el sexo a las mujeres; Demirán Caracaracol, el sarnoso; la temible Guabancex, auspiciadora de los ciclones y Yayael, el creador de los mares.

 -Somos los que reinábamos en la isla de tu doliente antes de que desaparecieran todos los nuestros- corearon.  -Somos hermanos de sangre de los dioses de los otomacos, miembros todos de la gran familia de los arahuacos-.

 -Tu amigo blanco no tiene el cuerpo enfermo y no encontrarás allí la solución a su sufrimiento- entonaron.  -Su dolor está en el corazón, y sólo sus dioses, que no son los tuyos y que no somos nosotros, podrán curarlo.  Para eso es necesario que él también aspire la cohoba.  Dásela-.

 El behíque reaccionó sorprendido.  Nunca antes se le había ordenado que hiciese algo parecido.  Sabía, sin embargo, que era su obligación obedecer y comprendió que tendría que proporcionarle a su amigo un guanguayo de polvo blanco para que llegaran a él sus dioses.

 Con gesto solemne llenó de polvo la punta del cañuto, lo revirtió y se acercó al paciente.  Colocó el extremo bifurcado en las narices del blanco, y rápidamente, antes de que éste pudiera reaccionar, sopló por el que contenía el polvo, haciendo que éste penetrara por las fosas nasales del trasterrado.

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