Dulce sueño

Dulce sueño

El intenso ruido de los truenos aunado al bullicio de la gente me llevó a cerrar los párpados y así fue como empecé a soñar. De comienzo vi que el huracán Neruda ya no moraba en Chile sino en el mundo, pero que en el mar Caribe todavía habitaba un Pedro Mir que miraba asombrado cómo un terremoto ensanchaba y profundizaba la miseria de un país vecino.

A sabiendas de que el alcohol participa en el setenta por ciento de los accidentes automovilísticos y en un alto número de reyertas callejeras pedí a los altos dignatarios que excomulgaran al etanol de los actos oficiales y ceremonias. Conocedor de que los homicidios son más frecuentes en el ambiente nocturno de los fines de semana le solicité a las autoridades policiales ordenar a  sus subalternos no disparar en las noches de los viernes, sábados y domingos. De igual manera le rogué a los dueños de colmados no complacer al dios Baco una vez el astro sol se hubiera echado a dormir.

Seguía soñando y ahora notaba que mis neuronas habían perdido el orden cronológico puesto que en un banco del parque central de la nación aparecían  jóvenes y alegres las figuras de Juan Pablo Duarte, Gregorio Luperón, Eugenio María de Hostos, José Martí y el discípulo Juan Bosch. Ellos hablaban de un proyecto antillano y americano; conversaban en serio pero se sonreían mientras miraban hacia el porvenir. Los mosquitos dejaron de volar y los que estaban asentados no picaban; los niños  de los alrededores lucían sanos y robustos con sus libretas de vacunas al día. Los jóvenes estudiaban y practicaban todo tipo de deporte acorde con su cultura. Mujeres y hombres trabajaban contentos, satisfechos de contar con vivienda propia. Habían desaparecido las plantas eléctricas caseras, las baterías y los inversores ya que contábamos con energía permanente de alta calidad y bajo costo.

El país estaba sembrado no solamente de árboles frondosos y verdes, sino que contaba con bellos y caudalosos ríos llenos de peces, camarones y jaibas. Los bosques parecían un ocupado aeropuerto con los vuelos incesantes de palomas, perdices, guineas y tórtolas. Me enternecía el canto del ruiseñor, la alondra y el Julián Chiví. De los montes salían asombrados y orgullosos nuestros tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres. Había un festival de ancianos y sin embargo, Duarte, Luperón, Hostos, Martí y Bosch se mostraban jovencitos y confiados en el medio del parque nacional.

De repente sentí una intensa e interminable lluvia que inundaba las calles, vi la loquera caótica del taponado tránsito urbano, de nuevo caían mortalmente heridos de bala los jovenzuelos del barrio, los zancudos  imponían su castigo inyectando dengue y malaria a diestra y a siniestra, una mal entendida modernidad destruía el medio ambiente y los compuestos etílicos llenaban los estómagos e intoxicaban la sangre de millones de usuarios.

Juan Pablo, Gregorio, Eugenio María, José y Juan Emilio ya eran viejos anticuados para unos, difuntos para otros y eternamente vivos para los tercos que aún creemos en el bien común. Fue en un sobresalto que abrí los ojos y pude darme cuenta que había soñado  con una dulce quimera y luego despertado ante una amarga realidad.

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