La crisis mundial del agua comprende la destrucción de los acuíferos superficiales  y subterráneos, la injusta distribución del acceso y el despilfarro realizado tanto por actividades económicas, empresarias, como por estilos de vida y consumación inapropiados.

Se ha calculado que cerca del 97,90% de los mil 400 millones de kilómetros cúbicos de agua del planeta Tierra es salada y, por consiguiente, el restante 2,10% es dulce, repartido básicamente en 1,58% en glaciares y casquetes polares y 0,58% en ríos, lagos, lagunas y otros. Por desgracia, esta doble riqueza natural de la humanidad y los pueblos se encuentra amenazada por los peligros de contaminación y extinción provocados por los gases de invernadero, en especial el dióxido de carbono.

En este último caso, su concentración en la atmósfera produce el doble efecto mortal del  calentamiento global y la acidificación de los mares; es decir, una subida de la temperatura con consecuente fundición de los glaciares proveedores de agua salobre y una bajada del calcio disuelto que una gran cantidad de especies marinas necesita para la fabricación de esqueletos y conchas y la subsecuente mantención de fuentes alimenticias vitales para muchos peces y animales.

Mientras el creciente calentamiento climático apunta una suma adicional entre 3,0% y 5,0% en el presente siglo, el potencial de hidrógeno –pH-, medida de acidez de 0 a 14 en disolución acuosa, ya ha declarado una bajada de 0,100 unidades en los anteriores 250 años y se espera que decline a casi el límite de corrimiento de 0,200 en los próximos 30 años y, peor aún, a 0,500 a principios del siglo venidero, a condición de que se mantenga la misma marcha de producción de dióxido de carbono y la capacidad de los mares de absorción de este gas, a costa de la acidificación de sus aguas. Por el momento, no se cuenta con tecnología de calidad, a bajo precio, capaz de convertir agua salada en agua sana.