Economía política del fenómeno Trump

Economía política del fenómeno Trump

A principios del mes de septiembre, Hillary Clinton afirmaba que la “mitad” de la gente que sigue a Donald Trump, son “deplorables”, mientras que la otra “mitad” son gente “defraudada” con el sistema que solo busca un cambio. Según Clinton, “la mitad de seguidores de Trump se podrían meter en lo que yo llamo la ‘cesta de los deplorables’, ¿verdad? Los racistas, sexistas, homófobos, xenófobos e islamófobos (…) Desafortunadamente hay gente así, y él los ha envalentonado”. A juicio de la candidata presidencial demócrata, “la otra (parte de la) cesta son gente que sienten que el Gobierno les ha defraudado, que la economía les ha defraudado, que no importan a nadie, que nadie se preocupa por lo que pasará con sus vidas ni con su futuro y que están desesperados por un cambio”. Aunque Clinton luego se excusaría, Trump aprovechó estas declaraciones de su rival para afirmar en su cuenta de la red social Twitter: “Wow, Hillary Clinton fue tan insultante con mis partidarios, millones de personas increíbles y trabajadoras. Creo que va a tener un costo en las encuestas”.
Aunque expresado en términos peyorativos, lo cierto es que Clinton dio en el clavo al definir la base social de apoyo a Trump, en gran medida compartida con el demócrata Bernie Sanders y por los diferentes populismos de Europa: los “losers”, los “perdedores” del proceso de globalización. Son esos consumidores deficientes o fallidos, aquellos que, según Zigmunt Bauman, los ganadores consideran “auténtica y totalmente inútiles: residuos prescindibles y supernumerarios de una sociedad reconstituida en sociedad de consumidores; no tienen nada que aportar a la economía orientada al consumo ni ahora ni en el futuro inmediato; no añadirán nada a la reserva común de maravillas del consumo, no sacarán al país de la depresión, usando tarjetas de crédito de las que no disponen y vaciando cuentas de ahorro que no tienen. La comunidad estaría mucho mejor si desaparecieran”. Se trata del “precariado”, masa surgida con la globalización y el ocaso del modelo keynesiano fordista, en plena era del “fin del trabajo” (Rifkin), cuando nos llega el “horror económico” (Forrester), cuando crece la “población excedente”, cuando son más los “residuos” y las “vidas desperdiciadas” (Bauman), que los que tienen acceso a empleos dignos y a una vida digna. Es la sociedad low cost, la del desempleo y empobrecimiento masivo y estructural.
El desprecio que gran parte de la izquierda ha sentido hacia estos “perdedores” en el proceso de globalización es lo que ha permitido que estos se erijan en el principal apoyo a los nuevos populismos y que su [i]legítimo malestar no se haya podido convertir en justa indignación capaz de motorizar un proyecto concreto y viable de transformación democrática, social y económica. Ese desprecio viene de lejos. Solo hay que leer “El 18 de Brumario de Luis Bonaparte” de Karl Marx para ver como éste caracteriza al lumpemproletariado: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre”.
Si, como señala Hegel, la historia se repite y, como corrige Marx, primero como tragedia y después como farsa, a su vez enmendado por Herbert Marcuse en el sentido de que la farsa es más terrorífica que la tragedia original, no estaría de más que las elites liberales y progresistas conocieran esta historia, para que así no se repitan los populismos, luego devenidos en autoritarismos del siglo XIX y fascismos de la tercera y cuarta década del siglo XX. Los “angry white men” (hombres blancos enfadados) de Trump, el “trumproletariado”, son los mismos del Brexit y los que están detrás de todos los populismos misóginos, racistas, homofóbicos e intolerantes de Europa y Norteamérica. El problema es que estos hombres blancos enfadados no pueden emigrar como lo hicieron en el siglo XIX. La emigración interna, huir de las grandes ciudades, quebradas por la desindustrialización, es una opción limitada. La renta básica universal o las viejas transferencias monetarias para compensar a los “perdedores” son también opciones o por experimentar o limitadas. No existe, por tanto, un proyecto creíble, concreto y viable de transformar estos “perdedores” en ciudadanos, de acabar con el pecado estructural de un sistema económico que no crea empleos y de un sistema educativo que no fomenta la creatividad, la innovación y el crecimiento personal. Y, como no existe, la única respuesta es la más simple: la de los populismos.

Mientras cierta izquierda encabezada por Assange, Correa y compartes entiende que lo que más conviene es que gane Trump, bajo el estúpido y equivocado argumento de que así se “agudizan las contradicciones del sistema”, nuestra única esperanza de detener al fascismo de Trump son las mujeres, los hispanos y los afroamericanos y las demás minorías y mayorías despreciadas por los hombres blancos enfadados. ¡Pero ojo! No habrá capitalismo con rostro humano si las masas tachadas de “desclasadas” y “deplorables” por la tecnocracia liberal y progresista, y clientela natural de los populismos, no son efectivamente integradas a la “ciudadanía social” (Marshall), mediante el desarrollo de sus “capacidades” que vuelva reales sus derechos (Amartya Sen).

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