Ecos de Nueva York

Ecos de Nueva York

Nueva York tiene sus desbordantes alegrías y sus alucionantes tristezas.

Por suerte, para quien visita esa maravillosa ciudad, las alegrías son mucho mayores que las tristezas.

En la Navidad que se aproxima, sólo de transitar por sus calles se siente la vibración de un conglomerado activo que lucha día a día por la superación personal.

Ver sus tiendas repletas de raros artículos de variada policromía, es ya por sí un espectáculo que los disfruta quien no tiene apremios de trabajo y puede contemplar con tranquilidad los enormes y diversos escaparates.

Pararse frente a un puesto de frutas produce satisfacción estética y, además, un deseo inmenso de paladearlas. ¡Qué maravilla de colores excitantes en las frutas organizadas en canastas para invitar al transeúnte a su compra!

En Nueva York se trabaja duro, pero se vive con confort y se comen alimentos que verdaderamente nutren. El agua no está contaminada. La leche pura es uno de los elementos de verdadera nutrición. El pan es confeccionado con trigo, solamente con trigo. Y en los supermercados la gente no acostumbrada a tanta mercadería extraña y de variantes satisfacciones comparativa con la miseria que ofrecen a altos precios algunos supermercados de Santo Domingo.

Para los golosos, los innumerables establecimientos de dulcería constituyen un halago al paladar con solo mirarlos.

Comerlos es algo que satisface y a la vez fortalece con sus variantes vitaminas que contienen.

Nueva York, en fin, es una maravilla para el fortalecimiento orgánico con los alimentos que se adquieren con facilidad y, también, una escuela de disciplina para el hombre o la mujer que realmente quieren darle un giro nuevo y honrado saturado de honestidad a sus vidas.

La idea imperialista tiene sus impulsos para los que viven fuera de Nueva York y supongo que para los demás estados de la Unión. Porque la buena vida que se experimenta allí, donde la gente vive como se debe vivir, comiendo bien, viviendo bien con electricidad continua y abundante agua para las necesidades domésticas diarias.

Y si la persona que vive en Nueva York no se limita a vivir por las cercanías de su departamento y busca nuevos horizontes en la ciudad, encontrará un cúmulo de atracciones para su satisfacción espiritual.

Es muy común oír decir a algunos de los componentes de la colonia dominicana en Nueva York que tienen en esa ciudad residiendo por años y aún no han visitado la estatua de la Libertad. Con esa actitud de encogimiento para visitar este importante lugar y otros que ofrecen perspectivas interesantísimas, se pierden de algo que debiera estar en su recuerdo, no sólo como acercamiento a ese símbolo de tan importante condición humana, sino disfrutar de la belleza del parque de La Batería, del cruce en lancha hasta, y luego, en ella, contemplar la parte baja de Nueva York donde están sus más importantes rascacielos.

En Nueva York se vive bien y el tiempo transcurre sin preocupaciones innecesarias porque el hombre tiene continuamente su mente ocupada. Claro es que viven bien aquellos que rigurosamente mantienen el respeto por la ley. Aquellos que se desvían por los tortuosos senderos de la droga y el crimen les espera el castigo por su mala conducta.

Nueva York es una gran ciudad de un sosmopolitismo extraordinario, donde las mezclas de razas se advierten caminado presurosas por sus amplias avenidas como también por todos los lugares de la ciudad.

Claro es -volvemos a repetirlo- que no todo brilla en el esplendor de la bondad cuando las personas que residen en la ciudad de los Rascacielos, lleva en el morral de la conciencia intenciones ocultas para trillar por el camino de la delincuencia y el vicio.

Pero, en general -en cuanto a la colonia dominicana se refiere-, la mayoría de sus integrantes se han forjado una nueva vida de satisfacciones plenas y alegrías que les ofrece plenamente esa ciudad que acoge a tantos inmigra

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