Debía estar en la primera fase de mi adolescencia cuando empezamos a ser inseparables Edgar Reyes Tejeda y yo.
Un par de años nos dividía en el calendario de la vida, la escuela primaria y el liceo, lo que en los pueblos es un abismo. Había estudiado con mi hermana Luchy y fue a través de ella, que nos acercamos más, pues como era Monte Plata, entonces, bastaba con saber que él era hijo de doña Silvia y que yo era la hija de Morena y Emilio -a lo que hay que agregarle que era hermana de… 15 más-, para uno pensar que conocía a alguien.
Sin embargo, fue la pasión literaria lo que selló nuestra amistad -que terminó en una hermandad sin fronteras y en una biografía que no se puede contar sin la presencia del otro-.
Me gustaba leer y a Edgar también. Mi pasión por la palabra nació muy pronto en mi vida, pues ya he dicho que mi madre me despertaba con poesía y que mi padre además de político, hizo una carrera en los tribunales de nuestro pueblo porque tenía lo que entonces se llamaba “un pico de oro” y me marcó definitivamente su uso de la palabra -tan sutil que me corregía con cartas-, y, tener acceso de madrugada a la biblioteca personal del benemérito profesor Blondet, heredada por mi hermano Marlon, con quien viví junto a su esposa Lilian mi adolescencia.
La de Edgar también vino de su madre que tras no poder impedir que se quedara ciego definitivamente antes de los 11 años, optó por enseñarle a ver por el oído al leerle todo el tiempo.
Así que, cuando nos empezamos a juntar, hablamos de lo que habíamos leído, y terminamos en una frenética carrera contra el tiempo, leyendo yo en voz alta para los dos, cada fin de semana que venía de la escuela de ciegos a estar con su familia, porque tenía que devolver el libro el lunes.
Mi espectro literario se amplió de su mano, pues mi alimentación había sido dispersa (ya me había leído enterito a don Marcial Lafuente y casi completas las novelas de Agatha Christie, que se alquilaban donde la profesora Ramonita).
La mayoría de los libros del profesor Blondet eran de las décadas del 50 al 70, con acento en filosofía, educación y clásicos, pero con Edgar y su acceso a la biblioteca de la Escuela Nacional de Ciegos, entré al mundo de los nuevos autores -creo que comentamos en un texto conjunto, la guía del Suplemento Biblioteca de José Rafael Lantigua en Última Hora para seleccionar los autores contemporáneos que leíamos-.
Eran tiempos maravillosos aquellos en que Edgar venía de fin de semana no solo con libros sino con música y bohemia, trayendo como invitados especiales a sus compañeros no-videntes que tocaban la guitarra y cantaban, con quienes me daba unas sensacionales serenatas en las que él hacía la dedicatoria: “esta serenata se la dedicamos a la señorita Marivell Contreras de parte de su amigo Edgar” y así a través de canciones llegaron a mi vida amigos entrañables y talentosos como Ricardo, Juan Carlos, Cordero y Pedro Pablo.
Edgar y yo terminamos estudiando juntos periodismo, él con un par de semestres antes que yo. Lo más importante es que ahí ambos recibimos formación de Huchi Lora y que indistintamente y por méritos personales, este nos llevó a trabajar con Yaqui Núñez del Risco, convirtiéndose ambos en parte imprescindible de nuestra vida personal y profesional.
Allí, en nuestros estudios sabatinos, compartimos miles de experiencias, saliendo cada sábado a las 5am. y regresando a las 9pm., inolvidable la vez que nos dejó la última guagua y conseguimos una bola en una carreta llena de vacas pues no había manera de quedarse en la capital ni existían los celulares, despues de venir arrinconados para no molestar a las dueñas del viaje, los amables choferes nos dejaron a tres kilómetros del pueblo.
Esa noche caminamos silenciosos y muertos de miedo, pues estaba oscuro. Nos despedimos sin hablar, invadidos de hambre, sed y desconcierto.
Todo lo que vino después, como periodistas con periódicos y radio local y luego en el periódico HOY, en Acroarte, en la Feria del Libro, en su casa o en la mía, no hubiera sido como fue, sin esta historia con la que empezamos a ser juntos quienes terminamos siendo. Por eso lo cuento.
Gracias, Edgar, por permitirme estar junto a ti y por contar con tu paso en cada uno de los que he dado. ¡Te amaré hasta siempre!