EDITORIAL

EDITORIAL

En un país altamente dependiente de los bienes, servicios e insumos importados, debe haber sobradas razones para desear que la cotización del dólar se mantenga en niveles adecuados. Una de las principales motivaciones es la alta influencia de la tasa de cambio en los costos y la otra es la natural influencia en los precios.

En el plano estrictamente monetario, la devaluación de la moneda local tiene efectos terribles sobre el poder de compra, sobre la capacidad para proveer los bienes y servicios necesarios para el desenvolvimiento de la vida.

Estos efectos se acentúan cuando la cotización de la divisa fuerte no responde a factores razonables, como falta de disponibilidad, sino que se deriva de manipulaciones basadas, entre otras cosa, en falta de confianza de los agentes del mercado.

Ahora que hay una tendencia a la baja, influida, si se quiere, por medidas de fuerza cuya prudencia o imprudencia no vamos a calificar por ahora, sería razonable que todos los sectores activos del país se pongan a una para hacer que se mantenga este declive en la cotización del dólar.

Mantener una tasa de cambio injustificadamente alta no es saludable ni siquiera para quienes se benefician con la venta de dólares, pues buena parte de sus beneficios se van en los precios que deben pagar por todo lo que compran.

Sería justo que todos los actores económicos actúen para que se mantenga una tendencia bajista gradual, moderada pero sostenida, hasta llegar a niveles razonables, que se correspondan con el justo valor de la moneda nacional.

Desde luego, esta operación debe ser el resultado del convencimiento de los actores de la economía, a partir de una actitud consciente de que las distorsiones son perjudiciales para todos, especialmente para los más pobres. El Presidente de la República parece empeñado en lograr este descenso y es bueno que se le apoye.

[b]Repatriados[/b]

El repatriado se ha convertido en una especie de subclase social para encasillar a todas aquellas personas deportadas desde los Estados Unidos después de haber purgado condenas impuestas por la justicia de ese país. Por desgracia, el término globaliza en un solo concepto tanto a quien ha sido extrañado por problemas de documentación, de inmigración ilegal, como a los que hayan cometido los crímenes más horrendos. Es un estigma que, ni aquí ni en Estados Unidos, discrimina en gradaciones de causas y trata con el mismo rasero a todo el afectado por una decisión de ese tipo.

Es cierto que la repatriación es un ejercicio de soberanía de cualquier país, máxime si se aplica a personas que han delinquido y han sido condenadas. Nosotros, como Estado, también hacemos valer una prerrogativa similar cuando se trata de personas que ingresan ilegalmente al país.

Pero sería útil que las autoridades locales se tomen el trabajo de diferenciar a delincuentes y criminales convictos y deportados de aquellos cuyo único pecado fue el ingreso ilegal en los Estados Unidos. Mucha gente de esa trabajó honradamente algún tiempo hasta que fue descubierta por las autoridades de Migración y se le repatrió.

Creemos que las autoridades locales están en el deber de proveer a gente repatriada por asuntos meramente migratorios de los condenados por crímenes, pues los primeros merecen la oportunidad de reincorporarse a la vida productiva en su propio país libres de la ojeriza que provoca entre los empleadores la condición de repatriado.

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