Eduardo Latorre, mi primer jefe, mi siempre amigo

Eduardo Latorre, mi primer jefe, mi siempre amigo

POR INDIANA PICHARDO GRULLÓN
Terminaba mis estudios de inglés y secretariado en Kingston, Jamaica, cuando recibí una carta de mi papá, Blanco Pichardo, informándome que en la Universidad Católica Madre y Maestra de Santiago hacía falta una secretaria bilingüe y que estaban esperando.

Regresé a Santiago a fines de junio de 1968 y al día siguiente papá me acompañó al Edificio de Administración de la Universidad donde el licenciado Manuel José Cabral, decano de la facultad de Economía, me sometió a unas pruebas de dictado en inglés con la advertencia de que si no las pasaba haría que me mandaran de nuevo para Jamaica, donde al parecer él sabía que yo no quería estar.

Más adelante, la señorita Eunice Senior terminó de examinarme y al finalizar las pruebas, mi prima hermana, Miriam Luisa Cerda, en ese entonces secretaria de Manuel José, me llevó al edificio de Extensión Cultural. Allí conocí el proyecto, me invitó a que empezara a trabajar al otro día -un viernes-, pero yo le dije que empezaría el lunes siguiente pues necesitaba reponerme del viaje.

Esa misma noche, cuando papá regresaba de su visita habitual al hogar de don Marcos Cabral, padre de Manuel José, se sorprendió de que la casa de don Agustín Jáquez estuviera abierta a esas horas y entró a saludar. Allí estaba de visita Eduardo, que había conocido a don Agustín en Nueva York cuando él estudiaba en la Universidad de Columbia. Cuando don Agustín los presentó, Eduardo le dijo a mi papá; “¡usted es el papá de Indiana!” Don Agustín Jáquez quien fue el único tío “postizo que yo tuve pues crecí jugando con sus hijos, le dijo a mi papá que Eduardo era como un hijo para él; eso fue suficiente para que papá me dejara trabajar con Eduardo al ritmo que el proyecto exigía, algunas veces hasta 23 horas corridas.

En el Proyecto Bonao, estudio socioeconómico financiado por la Falconbridge Dominicana para determinar el impacto que una inversión masiva de capital tendría en una ciudad mediana como Bonao, trabajábamos en equipo. El director era Eduardo, los profesores Radhamés Mejía, Manuel José Cabral, Nino Maritano, Henry Christopher y Felpa Estévez eran los encargados de las áreas de sociología, economía, educación y enfermería respectivamente.

Milton Leonidas Ray Guevara, estudiante de derecho, era el asistente de Eduardo. Los asistentes de las diferentes áreas eran los estudiantes José Aquiles Hamilton Copplin, Pedro Elías Ureña, Pedro René Ortíz, Oscar Enrique Lirio, Zoilo Núñez, Julio Aybar, Juan Reynoso y Thelma Martínez. Completaba el equipo un grupo de noventa encuestadores, entre ellos Jorge Ruíz, Felucho Jiménez, Hugo Luciano, Freddy Fernández, Víctor Brens y Martha Beato.

Eduardo era un jefe muy exigente, pero a la vez muy humano. Si me enfermaba a mitad de la semana, me mandaba a la casa hasta el lunes siguiente. Pero si cometía un error, salía al pasillo a llamarme la atención en presencia del profesor Juan Jorge quien era mi vecino de cubículo. Eduardo era además profesor de Ciencias Políticas y en una ocasión se le acercó una licenciada, estudiante de la maestría en administración pública, becada por el gobierno, a reclamarle porque le había “quemado” una materia. Después que ella se fue, Eduardo me dijo: “¡Cómo no la iba a quemar, si escribió zozobra con dos eses!”.

La realización del proyecto duró año y medio; trabajábamos arduamente -sin horario- pues debíamos aprovechar las horas en que había energía eléctrica para realizar los trabajos mecanográficos. Perdíamos mucho tiempo a causa de los apagones y cuando durante el día yo no podía hacer nada, Eduardo me mandaba a hacer entrevistas para el Proyecto.

Una vez me hizo caminar desde el edificio de Extensión Cultural hasta el Centro Bellamino en la Autopista Duarte, a entrevistar al Padre Luis Moltalvo, director del seminario Jesuita, quien me preguntó al terminar la entrevista que si yo era periodista. Otras veces Eduardo me mandaba a la Biblioteca a buscarle algún libro, sin importarle que estuviera lloviendo o me decía que me fuera a sentar junto a los estudiantes a la sombra del árbol de tamarindo que está frente al parqueo del edificio.

Pero la mayoría de las veces, cuando nos sorprendía un apagón durante la noche, salíamos todos al patio y nos sentábamos en los escalones, junto a los jardines, y nos entreteníamos conversando iluminados por la luz de los cocuyos y el fulgor de las estrellas. En una de esas ocasiones, el hombre caminó por primera vez en la luna y Eduardo comentó la hazaña del astronauta Neil Amstrong con mucho entusiasmo y luego publicó un artículo sobre ese histórico hecho en un diario matutino de circulación nacional.

Cuando el proyecto terminó, yo había perdido las 20 libras de peso que había ganado en Jamaica y quizás también un poco de la paciencia china que Eduardo me atribuía, pues durante la entrega del borrador del estudio “Bonao, una ciudad dominicana”, en presencia del señor César Ramírez, ejecutivo de la Falconbridge y de las autoridades universitarias, Angela Peña, en ese entonces secretaria de Radhamés Mejía, leyó una décima que entre otras cosas decía: “A la pobre secretaria la tenía contagía, Indiana sólo decía, qué vaina, que pendejá”. Esto hizo que Monseñor Roque Adames, en ese entonces Rector de la Universidad, exclamara al despedirse de mí: “Señorita, espero que usted mejore su léxico”.

Al terminar el proyecto, fui asignada al Departamento de Lingüística e Idiomas adonde me mandaron a donar al Padre Edward F. Justen, jefe de la Misión de la AID y de la Saint Louis University. Algunas veces coincidía en el despacho del Padre con la licenciada Frida Pichardo, directora del laboratorio de idiomas del departamento y el Padre, agarrándose la cabeza con las manos, decía”: “¡dos Pichardo juntas, why me!”.

Una tarde, casi al terminar mi labor en el departamento, se presentó Eduardo para pedirme que le fotocopiara unos papeles de su tesis para el doctorado. También me entregó un paquete de periódicos para que le recortara los artículos que él había señalado y me entregó un cortador de papel cuyo mango recuerdo era de color mamey. Al terminar de sacar las copias, ya al anochecer, Eduardo me llevaba a mi casa en su carrito convertible verde descapotado y cuando bajábamos por la calle Del Sol, al cruzar la calle Sánchez, señalando hacia la derecha, me comentó: “En esa calle vivía una novia que yo tengo”. Al preguntarle su nombre me dijo: “Se llama Lina Arzeno y creo que me voy a casar con ella”.

Yo conocía a Lina desde que estudiábamos en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, la veía jugar volibol en la cancha y aplaudía sus jugadas espectaculares, Además, su hermana mayor Toly, era compañera de mi hermana Nirvana. Pero Lina no se acordaba de mí y cuando nos saludamos en la despedida que yo le ofrecí a Eduardo en el Club de Profesores de la UCMM, -a pesar de haber asistido al entierro de mi tío Arturo esa misma tarde-, ella me comentó: “Yo quería conocerte porque Eduardo cada vez que abre la boca es para decir “Indiana”.

Eduardo y Lina se casaron y se fueron para California donde él hizo su doctorado en Ciencias Políticas en la universidad de ese estado en Berkeley. Desde allá me escribió narrándome la travesía que hicieron por tierra desde Nueva York hasta Los Angeles y me describía los contrastes entre esas dos metrópolis. Algún tiempo después, el licenciado Rafael Acevedo, profesor de sociología, se me acercó en la universidad y me dijo que Eduardo tenía cáncer. Yo le grité un No tan rotundo que Rafelito salió corriendo. La hermana de Lina, Toly de Aróstegui, me dijo cuando la llamé para preguntarle que todo había sido un gran susto.

Eduardo y Lina regresaron al país y nos mantuvimos en contacto. Pero cuando más veía a Eduardo era durante el gobierno del Presidente Antonio Guzmán, cuando yo trabajaba en el Palacio Nacional como secretaria de su hija Sonia Guzmán de Hernández y él era Rector de INTEC. Después de la muerte de don Antonio, fui a trabajar a la Casa Presidencial de la Avenida Bolívar y allí recibí una llamada de Eduardo para ofrecerme un empleo en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores que él fundó junto a otros profesionales.

Tardé un año en ir a trabajar al INTEC pues salí embarazada de mi hija menor Amida Gil Pichardo, quien se graduó ahora en la última promoción de Arquitectura de la UNPHU. Cuando Armida Rosa tenía tres meses de edad, el 4 de julio de 1983, al año justo de la muerte de don Antonio, Empecé a trabajar en la Oficina de Planeamiento del INTEC, como secretaria de los Consultores del Banco Interamericano de Desarrollo.

Vilma Taveras, asistente del licenciado Ramón Pérez Minaya, director del proyecto del BID, me dijo que esa posición había estado vacante por un año; esperando por mí. Por dos ocasiones Eduardo esperó por mí: primero, para el Proyecto Bonao de la UCAMAIMA y quince años más tarde, para el Proyecto del BID.

Nuestro nuevo encuentro no duró mucho tiempo pues luego de finalizar su segundo período como Rector del INTEC, Eduardo se fue a Méjico a trabajar como director general del GEPLACEA, un organismo internacional que se ocupaba de asuntos azucareros. El decía que el azúcar se le había metido en la sangre cuando trabajaba para el CEA. En Méjico le sorprendió el terremoto del año 1985. Ya él había sido testigo de los vestigios del terremoto que sacudió a Nicaragua a principios de los años setenta, pues fue en un avión militar de carga a buscar a su hijo mayor Eduardito, fruto de su primer matrimonio con una joven nicaragüense; -una ilusión que tuvo cuando sólo tenía diecinueve años-.

Con Lina tuvo tres hijas: Lina Isabel y las mellizas Ximena y Gabriela. De estas últimas decía en una carta circular que mandara junto a Lina, a todos sus amigos a finales del año 1992, que eran dos preciosas señoritas y que sacaban las mejores notas de su clase. De Lina Isabel decía que se iba a casar con el novio que tenía desde hacía siete años, y de Eduardito decía que viajaba mucho a causa de su trabajo con la compañía de seguros Prudential. Además daba cuenta de cuántas habitaciones tenía su nuevo apartamento y de la satisfacción que él y Lina sentían de su labor educando a su familia.

Vi a Eduardo por última vez en el año 1998 cuando él ocupaba el cargo de secretario de Estado de Relaciones Exteriores y por recomendación personal suya, y luego de aprobar los exámenes de rigor, fui llamada a trabajar en la organización de las Naciones Unidas durante la 57va. Asamblea General.

Cuando regresaba de la sede de esa organización en la ciudad de Nueva York, pasé por la Oficina de la Misión Dominicana de comunicarle a los licenciados Francisco Tovar y Olivo Fermín que al día siguiente empezaría a trabajar en la sección de Edición de Textos en español de la ONU, transcribiendo las cintas ya traducidas a nuestro idioma. Al entrar, la señora Embajadora, Cristina Frías, me informó que ellos no se encontraban, que quien estaba era el Canciller. Yo me presenté como la primera secretaria del doctor Latorre; esa fue siempre mi presentación cuando estaba junto a Eduardo; él me presentaba como su primera secretaria y yo lo presentaba a él como mi primer jefe, y él siempre añadía: “¡Hicimos la pasantía juntos!”. Esa vez añadió: “Nos conocemos desde hace 30 años”.

Cuando meses después terminé mi labor en la ONU, la que para desencanto de Eduardo era sólo temporal, le escribí una nota para agradecerle la oportunidad que me brindó de dar un recorrido imaginario por el fondo de los mares y el espacio sideral, por las estepas del Asia Menor, por haber oído por vez primera del régimen talibán, por conocer la tragedia de los refugiados en los bosques de Kosobo, los afanes de millones de niños de Rwanda que buscaban reunificarse con sus padres, y por conocer un poco más sobre el sufrimiento de todos los pueblos del mundo.

Una persona entendida en la enfermedad de cáncer me dijo una vez que una célula cancerosa es lo más malvado que existe, lo más cercano al demonio; que desde antes de empezar a recibir el tratamiento de quimioterapia, le transmite su memoria a las células sanas para eventualmente dañarlas, y esas células, que treinta años antes le hicieron pasar un gran susto, se acordaron de él y lo destruyeron dejando su familia desolada y a nuestro país sin uno de sus mejores hijos, uno que se desvivió por servirle, desinteresadamente. Más, su ejemplo vivirá en los miles de estudiantes que aprendieron de él la mística del trabajo y el afán por la excelencia, pues como me dijo Lina: “¡Es que Eduardo enseñó a mucha gente!”.

Después de su salida de INTEC, y antes de partir para Méjico, Eduardo fue un día a la Rectoría donde yo había sido trasladada para trabajar como secretaria de la licenciada Frinette Torres, vicerrectora administrativa. Compartía el salón con otras dos secretarias y para no pasar por “fresca” le pregunté por doña Lina. Eduardo se incomodó y me contestó para que todos lo oyeran: “¡No me le digas doña, que para ti nosotros seremos siempre Lina y Eduardo!”. Y así fue siempre, por treinta y cinco años. Descansa en paz, querido Eduardo, mi primer jefe, mi siempre amigo.

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