Educación a verdugazos

Educación a verdugazos

Cuando ingresé a la escuela primaria, en plena era de Trujillo, al inicio de la década de los cincuenta del pasado siglo XX, doña Emilia, a quien todos apodaban “la maestra Milita” fue  nuestra alfabetizadora. Un año más tarde aquella dulce y ya madura profesora fue sorpresivamente sustituida por un talentoso joven, recién egresado de la Escuela Normal Superior Luis Napoleón Núñez Molina. 

El maestro Diego Meléndez venía con bríos extraordinarios dispuesto a enseñar. Aquel educador se entregó en cuerpo y alma, con gran celo profesional, disciplina y rigor a la tarea de la educación.  Bajo la batuta del nuevo guía aprendíamos, entre otras asignaturas, a cultivar el huerto, marchar y practicar deportes con regularidad. Una mañana, el señor Meléndez fue llamado por el inspector distrital a una reunión urgente. Dejó una asistente como sustituta en el aula, circunstancia que provocó un efímero relajamiento del orden en el salón.

Ese corto intervalo de ausencia lo aprovechó un alumno para escribir una breve e incisiva nota a una compañera,  quien sentada en la primera fila se movía a la velocidad de una  intranquila mosca. El fatídico papelito rezaba: “Monina dice Sarita que tú pareces llevar un ají picante en…”. La infantil damita leyó el mensaje, guardándolo en el bolsillo del uniforme, no sin antes lanzarnos una burlona y vengativa mirada. Para la hora del recreo ya había regresado el temido profesor, quien, evidencia en mano, ordenó a todo el alumnado salir a merendar al patio escolar con la excepción de tres implicados.

El maestro, con rostro pálido e iracundo procedió a cerrar puertas y ventanas.  Nos llamó abusadores y cobardes. Estos insultos fueron seguidos de cachetadas, puñetazos y correazos. La golpiza concluyó a reglazos con una gruesa tabla de madera, antes utilizada como material práctico para el aprendizaje del sistema métrico decimal, digo antes, ya que al final dicho objeto terminó fragmentado en decímetros. 

Durante el almuerzo, papá, excelente observador, notó que el hijo no pegaba el cuerpo al espaldar de la silla. Preguntó la razón de mi rara postura y sin esperar respuesta, parándose del asiento procedió a levantarme la camisa. Como un león herido por el asombro, me miró a los ojos y requirió enfurecido el nombre del agresor. Con voz temblorosa balbuceé el apellido del pedagogo. Acto seguido mi padre se alistó para asistir a un desafiante duelo.

Fue entonces cuando mamá rompió su silencio y le reclamó: ¿has preguntado la razón del castigo? Mi padre contestó que, cual que fuera el motivo, no había justificación para tan inhumano maltrato. Agregó que él, siendo mi progenitor, jamás me habría corregido con semejante crueldad. Al final se tranzó y convino en responsabilizar al padrino de advertir al profesor que sería la primera y última vez que tocaría el cuerpo de uno de sus hijos.

Para beneficio de mis hermanos esto se cumplió al pie de la letra. Posteriormente pasé a ser un privilegiado alumno del maestro Diego, quien dedicaba horas extras en clases de ciencias, gramática y matemáticas preparándome para promover con calificaciones sobresalientes y saltar del quinto al octavo grado. Ese hecho me permitió más tarde ingresar a la Universidad a la edad de quince años. Perdoné la inmerecida golpiza, hija de la era aquella, agradeciendo para siempre la sólida y duradera educación primaria recibida.

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