Este relato data de ocho décadas atrás. Para ese entonces nuestro país contaba con una población mayormente rural. Se asociaba la gente del pueblo como personas instruidas; las noticias fluían de la ciudad hacia el campo. Los frutos de las cosechas se movían de los conucos y fincas en sacos y árganas a lomo de mulos y burros. La caña para el ingenio se colocaba en carretas arrastradas por yuntas de bueyes. El niño ayudaba en las faenas hogareñas hasta la edad escolar que empezaba a los siete años de vida. Las clases se iniciaban en la primera semana de septiembre luego de los dos últimos meses calurosos de verano. En el caso nuestro andábamos a pie más de un kilómetro para llegar a la escuela primaria rural, ubicada a la orilla de la carretera. Estaba techada de zinc, piso de concreto y paredes de madera. Sólo contaba con un aula amplia dividida en tres, separada por delgadas paredes. Nos sentábamos en filas de pupitres con capacidad para uno o dos alumnos. El maestro se colocaba en una silla por delante de la pizarra frente a un pequeño escritorio en el que colocaba libros, tizas, borrador y el cuaderno para anotar la asistencia.
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A las 7:55 a. m. se cantaba el himno nacional y se izaba la bandera. En fechas conmemorativas tales como los días de la Independencia, de las Madres y natalicio de Duarte se entonaban cantos alegóricos para la ocasión. A las 8 a. m. empezaba la clase a la que todos debíamos estar atentos, la mirada fija hacia el profesor, hembras y varones. Cualquier distracción que consiguiera hacernos torcer el cuello era suficiente para que con la velocidad del rayo nos sorprendiera una certera bofetada que de manera automática nos hacía enderezar la cabeza hacia el frente. El maestro hablaba y escribía en la pizarra verde con una tiza blanca. Luego borraba y llamaba por turno al azar a los alumnos. Debíamos resolver operaciones aritméticas, completar oraciones, conjugar verbos, deletrear palabras, nombrar héroes y heroínas, personajes de la historia, así como clasificar especies, entre otras tareas del aula. Diariamente se asignaban temas y problemas para realizar en la casa.
El patio del recinto era relativamente grande puesto que teníamos huertas donde cosechábamos verduras, habichuelas y flores. Había espacio para juegos durante la media hora de recreo a las 10 a. m. Aparte de las largas vacaciones de verano también contábamos con unas cortas de navidad y año nuevo, amén de la Semana Santa. Hacíamos excursiones a las desembocaduras y nacimientos de ríos, subidas a picos de montañas, amén de giras a fincas aledañas. El día de la Independencia dominicana y del natalicio del generalísimo Trujillo el 24 de octubre nos trasladaban en vehículo al poblado municipal para actos especiales que incluían discursos y desfile.
La educación secundaria siguió el modelo de tiza, pizarra, borrador y garganta, extendiéndose hasta el aula universitaria donde el catedrático, trajeado y elegante, desarrollaba una monótona disertación que nadie osaba interrumpir. Concluida su intervención se sacudía las manos y se despedía hasta el próximo encuentro.
¡Cuan largo y tortuoso ha sido el camino en tiempo y espacio del campo a la ciudad!
¡Cuántos avances metodológicos en la enseñanza ha traído el siglo XXI!
¡Qué distinta la vida! ¡Aprendizaje de tiza y pizarra a computación cuántica!