Educando para la vida

Educando para la vida

El grito al nacer y el llanto al morir marcan sonoramente los límites del breve espacio que comprende la vida de un ser humano. La eficacia en la capacidad de multiplicación del homo sapiens asegura la continuidad del proceso de desarrollo de la humanidad.

 La temática de si el ser regresa, se desvía o progresa resulta irrelevante tan pronto nos ponemos de acuerdo en que el común denominador en cualquiera de esas circunstancias se conjuga en la palabra mágica CAMBIO. Nada permanece igual, todo está irremisiblemente sometido a la ley de la transformación; hoy no es ayer, ni mañana será hoy, aquí no es allá y cuando se regrese de allá, aquí tampoco será igual.

Hay gente que se lamenta amargamente cuando compara el antiguo sistema de enseñanza con los modernos métodos pedagógicos ahora existentes, jamás deja de expresar su disgusto e inconformidad con las nuevas tendencias orientadas a adecuar la escuela a los requerimientos de una sociedad cuya imagen dista bastante de la visión de siglo XX que de ella se tenía.

No podemos malgastar el tiempo, ni orientar los recursos didácticos a revivir un pasado ya muerto que solo sirve para recordarnos los errores cometidos. Valoramos la información pretérita porque nos explica de dónde venimos y el punto adonde estamos, pero nuestro mayor énfasis debe estar dirigido a mostrar a las nuevas generaciones la ruta para alcanzar la meta ideal de paz, bienestar y progreso individual y colectivo.

Hacia donde entendemos que debe marchar la humanidad constituye el eje alrededor del cual deben articularse los objetivos educativos locales, regionales y hemisféricos. Formar recursos para el porvenir, ni siquiera para hoy, ya que a la velocidad que camina el conocimiento los conceptos ahora viables se tornan obsoletos. Cierto que hay ideas clásicas  fundamentales que resisten por un buen período las implacables pruebas del tiempo; sin embargo, ellas, al igual que todo, sucumben ante la inexorabilidad del cambio.

La humanidad se debate en una incertidumbre: las guerras, el narcotráfico, los altos precios de los combustibles, la escasez de alimentos, así como  la falta de sincronización entre la demanda y la oferta de bienes y servicios. La injusta distribución de la riqueza creada por millones de manos da lugar a que unas cuantas mezquinas almas se adueñen de gran parte de esos bienes materiales, en tanto que el resto de la población se debate entre la miseria y la pobreza, generándose así crueles limitantes socioculturales.

En este comienzo de milenio el sistema educativo dominicano debe proponerse como objetivo central hacer que cada ciudadano  desarrolle una conciencia nacional robusta, con una visión globalizada, que sea crítica pero con una fuerte dosis de confianza y de fe en los valores patrios.

Debe ser un individuo comprometido con las metas internacionales de una sana convivencia mutua, respeto hacia las distintas culturas, religiones, filosofías de cada grupo, nación u Estado.

El intercambio fraterno de una labor de asistencia entre los pueblos tiene que ser parte de los principios que guíen la conducta del hombre y la mujer de ahora y del futuro. Así es como se educa para la vida y no para la guerra, la corrupción, la promiscuidad, las drogas y la muerte.

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