En la primavera de este año, Pauline Criel y sus sobrinos hablaron sobre una reunión para el Día de Acción de Gracias en el hogar de ella cerca de Detroit después de meses dolorosos de confinamiento por la pandemia de COVID-19.
Pero el virus tenía otro plan. Michigan es ahora el foco de contagios del país. Los hospitales están saturados de enfermos y las escuelas están recortando las clases en persona. Un virus renaciente ha elevado los contagios en Estados Unidos a cerca de 95.000 diarios, los hospitales en Minnesota, Colorado y Arizona también se encuentran bajo presión y las autoridades sanitarias están rogando a la población no vacunada que no viaje.
El festín de la familia de Criel fue suspendido. Ahora ella está rostizando un pavo y preparando una ensalada Watergate con pistachos —una tradición anual— solo para ella, su esposo y sus dos hijos.
“Voy a ponerme ropa cómoda y comer mucho, y a nadie le importará”, comentó.
Su situación refleja el dilema del Día de Acción de Gracias que enfrentan las familias en todo Estados Unidos en un momento en que las reuniones están marcadas por los mismos debates políticos y de coronavirus que consumen otros asuntos.
Conforme se reúnen para compartir pavo, relleno, puré de patatas y tarta, las familias enfrentan una lista de preguntas: ¿Podrán realizar nuevamente reuniones grandes? ¿Podrán siquiera reunirse? ¿Deberían invitar a miembros de la familia no vacunados? ¿Deberían exigir un resultado negativo de una prueba a los invitados antes de permitirles sentarse en la mesa o cederles un lugar en el sillón para una tarde de fútbol americano?
“Yo sé que podría ser una exageración que no estemos compartiendo el Día de Acción de Gracias aquí con mis sobrinos, pero es mejor estar seguros que arrepentirnos, ¿cierto?”, señaló Criel, de 58 años y empleada de una compañía de finanzas.
Chef Tita: “La gastronomía aporta al turismo, por ende a nuestra economía”