EEUU podría tener un afro-americano o
una mujer como presidente de la nación   

EEUU podría tener un afro-americano o<BR>una mujer como presidente de la nación   

THE NEW YORK TIMES
WASHINGTON.
Salvo que ocurra un escándalo sísmico, surja un imprevisto candidato tardío («¿Cuál Al?») o John Edwards tenga un improbable repunte, será totalmente inevitable que la carrera por la nominación demócrata termine en agosto con una primicia que hará época.

O el senador Barack Obama será el primer afro-americano o la senadora Hillary Clinton será la primera mujer que ganen la designación presidencial de uno de los dos partidos principales de Estados Unidos. Uno de ellos subirá el escenario del Centro Pepsi de Denver, bañado en confeti y bañado en la historia, como la figura culminante de uno de los grandes movimientos ideológicos del siglo pasado: los derechos civiles y los derechos de las mujeres.

Hasta ahora, tanto Obama como Clinton (en menor medida) han tenido cuidado de no tratar de identificarse demasiado de cerca con cualquiera de esos movimientos. Obama rara vez hace mención explícita a su raza, dejándole la retórica pesada de su potencial pionero a su esposa, Michelle (que en un discurso de noviembre habló de levantar «ese velo de imposibilidad que nos mantiene abajo y que mantiene abajo a nuestros hijos»). Clinton ha hecho llamados más directos a madres e hijas para «hacer historia», pero en su mayor parte, ha basado su candidatura en las virtudes masculinas de la dureza, la resolución y su amplia experiencia en el ámbito de la política y el gobierno, dominado por los hombres.

Con todo, ya sea que el candidato quiera o no las responsabilidades, a quienquiera que gane la nominación se le otorgarán las esperanzas y el legado de un movimiento (o se le aporreará con eso). La victoria será un momento determinante para la promesa estadounidense de igualdad y los demócratas agregarán a su aljaba partidaria una historia de éxito que podría sacarlos a flote en el otoño.

«Los estadounidenses están buscando la forma de romper barreras», dijo Karl Rove la semana pasada, en una entrevista en la Radio Pública Nacional (no quiere decir que Rove, el principal gurú político del presidente Bush, corra el riesgo de ayudar a Obama o a Clinton a romperlas). «Les encantaría elegir presidente a un afroamericano; les encantaría elegir presidente a una mujer.»

Pero historia de éxito o no, los electores no pueden elegir a ambos. Alguien va a perder. Así es en el futbol, en el Yahtzee y en las elecciones. Y ya sea Obama o Clinton — y los movimientos que representan — por lo pronto quedarán consignados en la categoría del «ya casi».

La política de cambios radicales puede ser un juego de suma cero, en el que grupos distintos se esfuerzan por un pedazo finito del pastel del cambio. Esto nos trae a la mente que el movimiento de los derechos civiles y el de las mujeres tienen una historia larga y complicada, que data del abolicionismo y de los orígenes del feminismo moderno. Si bien han sido aliados filosóficos y comparten metas e ideales, también ha habido colisiones periódicas que podrían evidenciar una fricción inevitable cuando avance la pugna Barack-Hillary, posiblemente en direcciones bastante menos adecuadas de lo que han sido a la fecha.

«Los movimientos han estado vinculados muy profundamente, y por lo general en armonía», señala Sara Evans, autora de «Personal Politics: The Roots of Women’s Liberation in the Civil Rights Movement and the New Left» e historiadora en la universidad de Minnesota. «Pero siempre habrá también puntos de tensión», advierte Evans, especialmente cuando los ideales amplios que han compartido negros y mujeres — en su lucha por el voto, la no discriminación y la igualdad económica — ceden su lugar a los pequeños cálculos para lograr el consenso, establecer políticas, aprobar leyes y, en el caso de las elecciones, tomar decisiones.

Un caso enconado del siglo XIX implicó una ruptura entre el abolicionista Frederick Douglas y la pionera de los derechos de las mujeres Elizabeth Cady Stanton. Esta era también una ferviente abolicionista y aliada cercana de Douglas, pero después se limitó a la causa de la igualdad femenina. Esos ideales llegaron a chocar, provocando una retórica cada vez más divisionista que culminó acremente cuando Stanton condenó la XV enmienda — que le daba a los negros el derecho de votar, pero dejaba fuera a las mujeres de cualquier raza — por ser algo que establecería «una aristocracia del sexo en este continente». Ella aludió también a las «órdenes menores» como irlandeses, negros, alemanes y chinos.

Durante una acalorada reunión en la sala Steinway de Nueva York, en 1869, Stanton se preguntó: «¿Los estadistas estadounidenses reformarán su constitución para hacer de sus esposas y madres inferiores políticamente a los cavadores de zanjas, limpiabotas, carniceros y barberos, analfabetas y sucios, recién llegados de las plantaciones de esclavos del sur?»

En ese momento, Douglas se levantó, rindió homenaje a los años de Stanton en el trabajo por los derechos civiles para todos, y respondió: «Cuando las mujeres, por el solo hecho de ser mujeres, sean cazadas por las calles de Nueva York y Nueva Orleans; cuando sean sacadas a rastras de sus casas y colgadas de los postes; cuando les arrebaten a sus hijos de sus brazos y les estrellen el cráneo contra el pavimento; cuando sean objeto de insultos y odios en cada esquina; cuando estén en peligro de que incendien sus casas, entonces sí tendrán la urgencia de obtener un voto igual al nuestro.»

Los hombres negros ganaron el derecho a votar con la XV enmienda en 1870; las mujeres ganaron el suyo con la XIX enmienda, en 1920, medio siglo después. Cada una de sus causas avanzaría vacilante, a un ritmo en ocasiones diferente, pero generalmente en concierto vago, si no formal.

Algunas de las grandes figuras de los derechos femeninos del siglo XX tomaron una postura pública, o tuvieron gestos públicos, en servicio de los derechos civiles. Siendo primera dama, Eleanor Roosevelt tomó la decisión memorable de renunciar a su membresía en las Hijas de la Revolución Americana en 1939, cuando la organización se negó a permitir que la contralto negra Marian Anderson se presentara en el Constitution Hall. (El presidente Franklin D. Roosevelt convenció al secretario del Interior, Harold L. Ickes, de que permitiera el concierto en la escalinate del monumento a Lincoln, el cual atrajo a una multitud calculada en más de 75,000 personas.)

Los movimientos por los derechos civiles de los años cincuenta y sesenta fueron «el punto de partida de lo que muchas personas llaman ‘la revolución de los derechos»‘, indica James T. Patterson, profesor emérito de historia en la universidad Brown y autor de «Brown v. Board of Education: A Civil Rights Milestone and Its Troubled Legacy», entre otros libros. Algunos activistas rezongarían que las mujeres estaban subrepresentadas en la escala del liderazgo. «Se quejaban de que su papel era hacer la comida y servir de compañeras sexuales», dice Patterson. (Cuando se le preguntó al activista negro Stokely Carmichael qué posición tendrían las mujeres en el Comité Coordinador Estudiantil No Violento, éste respondió con un conocido chiste de mal gusto: «Boca abajo».)

Las mujeres parecieron agarrar el paso a fines de los años sesenta y principios de los setenta. Los hombres negros se preguntaban si no se estarían beneficiando desproporcionadamente de la acción afirmativa. A fines de los setenta y principios de los ochenta, las mujeres blancas de clase obrera culparon a la acción afirmativa de sus propias dificultades económicas y de la inseguridad en el empleo. Y los expertos señalan que siempre hubo cierta medida de discordia entre las feministas negras en desventaja económica, que solían hacer énfasis en cuestiones de monedero, y las feministas blancas pudientes, con mayor interés en asuntos más cargados políticamente, como el derecho al aborto.

En las décadas recientes, los casos más públicos de negros y mujeres enfrentados han implicado un anhelo de hitos y de poder en la cima, a diferencia de las liberaciones mínimas en el fondo. El caso de Clarence Thomas, nominado a la Suprema Corte y acusado de acoso sexual por una ex empleada, Anita Hill, ofreció una absorbente disputa pública que llegó al núcleo de las identidades raciales y sexuales en los Estados Unidos de fines del siglo XX. Pero la gran mayoría de negros — hombres y especialmente mujeres — se alinearon en contra de la nominación del conservador Thomas, para empezar, aunque éste lograra la confirmación por un estrecho margen, debido básicamente a las líneas partidarias.

Efectivamente, en el seno del partido demócrata han existido las causas del progreso de negros y mujeres, y todas las tensiones cruzadas entre éstas. Walter Mondale, candidato presidencial demócrata en 1984, estuvo bajo la presión de considerar negros y mujeres como compañero de fórmula. El hizo una prolongada manifestación de sus deliberaciones, considerando candidatos negros (como los alcaldes de Filadelfia y de Los Angeles), antes de decidirse por la representante Geraldine Ferraro de Nueva York.

No está claro con cuánta seriedad consideró Mondale a los alcaldes, o si hubiera elegido a Ferraro de haber tenido más probabilidades de derrotar a Ronald Reagan (que lo apabulló en las elecciones, llevándose 49 estados). Paro ya se había arraigado claramente la noción de que era cuestión de tiempo para que una mujer o un miembro de una minoría se postularan seriamente a la presidencia.

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