Efectividad: el puente entre el deber ser y el ser constitucional

Efectividad: el puente entre el deber ser y el ser constitucional

Una de las grandes críticas que se le hace al constitucionalismo y al Derecho Constitucional es la incapacidad de las normas constitucionales de lograr su vigencia plena en el campo de la realidad de nuestros pueblos. Se afirma que una cosa dice la Constitución y otra la que se hace en la práctica. En otras palabras, se afirma que el ser de la facticidad está muy lejos de la normatividad del deber ser constitucional.

Lo cierto es que, en todo Estado Constitucional de Derecho, siempre habrá un determinado grado de inefectividad de sus normas constitucionales, pues es imposible realizar los fines constitucionales a plenitud y garantizar las normas constitucionales en su integridad. Esta inefectividad será mayor en aquellos ordenamientos donde el incumplimiento de las normas constitucionales es si se quiere estructural. Pero aún en los ordenamientos constitucionales más avanzados existirá siempre una separación entre la normatividad constitucional y la facticidad efectiva, dando pie, como bien afirma Luigi Ferrajoli, a “un margen acaso estrecho pero irreductible de ilegitimidad del poder”.

De ahí que el progreso de un ordenamiento constitucional consiste no tanto en la proliferación o la creación de nuevas y más profusas normas constitucionales sino en el desarrollo de garantías eficaces, es decir, capaces de tutelar los derechos constitucionales y de hacerlas realidad. Una absoluta correspondencia entre el deber ser constitucional y el ser sólo es posible en un mundo ideal: la Constitución y sus derechos sólo son realizables de modo imperfecto.

La Constitución de 2010 es consciente de ello. Por eso, cuando establece la función esencial del Estado señala que es la protección de los derechos de la persona. Pero la protección de los derechos fundamentales que debe procurar el Estado no es cualquier protección. Se trata, en todo caso, como bien establece el citado texto constitucional, de una protección “efectiva”, es decir, una protección que garantice que, en la práctica, los derechos fundamentales sean respetados por todos.

Es más, la Constitución va más lejos pues dispone que el Estado “se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales” (artículo 38) y a la hora de definir las garantías fundamentales deja bien claro que es a través de ellas que “la Constitución garantiza la efectividad de los derechos fundamentales” (artículo 68). No por azar la garantía fundamental por antonomasia es denominada por la Constitución “tutela judicial efectiva” (artículo 69).

De modo que en la Constitución encontramos inserto un principio, el principio de efectividad, que permite juzgar la constitucionalidad de los actos de protección de los derechos fundamentales y censurarlos desde la óptica no tanto de su validez procedimental o sustancial sino desde la perspectiva de si esos actos garantizan o no en la realidad la garantía integral de los derechos.

La importancia de la efectividad en la tutela judicial de los derechos fundamentales ha originado toda una aproximación al Derecho Constitucional que es el denominado “Derecho Constitucional de la efectividad”. Es precisamente la concreción de este mandato de efectividad en el plano de la justicia constitucional lo que implica que los procesos constitucionales para la protección de los derechos fundamentales (amparo, hábeas corpus, hábeas data, etc.) deben ser desarrollados de la manera más efectiva y adecuada, como bien dispone el artículo 7 de la Ley Orgánica del Tribunal y de los Procedimientos Constitucionales.

Esto implica que la garantía jurisdiccional es expresión del principio de la protección efectiva de los derechos fundamentales y que por lo tanto el recurso a la justicia tiene que ser siempre un “recurso efectivo” como quiere y manda la Constitución y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Este recurso efectivo conlleva un acceso generalizado a la justicia constitucional, igualdad ante la justicia, celeridad, sencillez, primacía del Derecho sustancial, ampliación de la legitimación procesal activa, razonabilidad del proceso, eficacia de la sentencia (a través de medidas cautelares), y el principio de la máxima eficacia de los derechos fundamentales.

Sin embargo, la efectividad constitucional no se satisface solo desde las normas constitucionales y procesales. Hace falta una extendida cultura constitucional del “Derecho en acción”, un Derecho movido por litigantes individuales o colectivos, sufragados o pro bono, apoyado en la comunidad académica, la doctrina, las organizaciones de la sociedad civil y los medios de comunicación, que tome los tribunales por asalto, decidido a convertir las normas en normalidad. Un Derecho de lucha para luchar por el Derecho y dispuesto a lograr que el poder jurisdiccional sea locus de las políticas públicas.

Como lo intuyó Eugenio María de Hostos hace más de un siglo, es a través del accionar personal de los individuos que el Derecho y los derechos se asientan como institutos y que se logra la “garantía social” enunciada por el artículo 23 de la Constitución francesa de 1793 y definida como la “acción de todos para asegurar a cada uno el goce y la conservación de sus derechos”. O, para decirlo en buen dominicano, “tomar los derechos en serio” (Dworkin) significa que el que no grita no mama, que el derecho que no se reclama no se tiene.

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