Efectos de la urgente caligrafía

Efectos de la urgente caligrafía

CARMEN IMBERT BRUGAL
Admitirlo nada aporta. Tal vez sirva para reconocer los riesgos de actitudes coyunturales, ilusas y vehementes. Para reconocer el inmenso poder mediático de actores sociales que, a fuer de constantes intervenciones públicas, crean la ficción de participación, diálogo, consenso. La posteridad podría explicar el diferendo y sus consecuencias, atribuyendo a escuelas de pensamiento jurídico la controversia.

Con elegancia, los cronistas separarán  los defensores de la escuela clásica de los propulsores de «reformas». Y no es tan simple. La jornada expuso la irresponsabilidad de un congreso timorato, amedrentado por la opinión pública y alejado de la reflexión pertinente cuando de decisiones trascendentes se trata. Ignorante de intríngulis legales. Expuso, de igual modo, la inutilidad de las Escuelas de Derecho y el descrédito de un Colegio de Abogados suplantado por la agresividad y el trabajo de organizaciones sociales, creadas para enmendar la inercia de aquellos estamentos destinados a velar la sanidad y respetabilidad del quehacer jurídico nacional.        

Hasta  en las conversaciones de esquina se repetía que el fin del tránquenlo había llegado y el imperio  de la presunción de inocencia era una conquista. Falso. Siempre ha existido como principio constitucional la preservación de las garantías individuales. Basta con recurrir al artículo 8 de la Constitución y asunto resuelto. El hábeas corpus, por demás, está vigente desde el año 1914. Demonizaron la jurisdicción de Instrucción, la limitaron a un anacrónico remedo del proceso inquisitorial que sólo servía para el maltrato de los prevenidos. Divulgaron que, por primera vez, los agentes policiales  dependerían del Ministerio Público, omitiendo que desde el 1911 el Procurador General de la República es el superior de la Policía Judicial. Al Código de Procedimiento Criminal lo calificaron de engendro francés aunque rigiera desde el 1822 y mal traducido, es cierto, desde el 1884, con decenas de modificaciones que lo hacían tan nuestro como el sistema Torrens, herencia de la intervención norteamericana.

Se erigieron, de repente, en  reformadores por antonomasia desconociendo un trabajo, iniciado en la década de los 80, con los auspicios del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente -ILANUD- que propiciaba la capacitación, fuera y dentro del país, de jueces y fiscales. Sin embargo, el desdoro del poder judicial y del Ministerio Público impedía reconocer el mérito y convertir la propia judicatura en vendedora de los logros. Mientras eso sucedía, la mayoría de los gestores de la campaña en procura de las reformas, estaba ausente del feroz trajinar penal. No les importaba. Su reino no era de ese mundo. Desde sus buenas intenciones y sentados sobre mullidos taburetes, imaginaron un cambio en la brega judicial acorde con sus necesidades. Menospreciaron la aptitud de algunos servidores judiciales presumiendo incompetencia y lenidad en todos. El diseño del croquis fue ideal. Lo discutían al margen de la realidad. Entusiasmados con la infraestructura renovada de Palacios de Justicia y Fiscalías, adecuada para sus togas y maletines, no repararon en las miserias de un sistema prohijado por abogados, jueces, fiscales, agentes policiales y por la urdimbre penitenciaria, complicada y peligrosa. Desconocían entonces, que un preboste altera el decurso de un juicio, un sargento el destino de una sentencia y el abogadillo astuto influye tanto como un fiscal.    

La fiebre nunca ha estado en la sábana pero el momento ameritaba reformas versus aplicación de las leyes, requería protagonismos para ganar primacías rentables. Hubo un bailoteo entre reforma procesal e innovación del poder judicial. La orquesta afinaba sus instrumentos en salones cerrados, en oficinas ajenas a la cruda práctica penal que apostaron por la creación de instancias judiciales afines. La nueva normativa precisaba de servidores sin la curtimbre de tribunal, con ese talante el coro sonaría mejor y sonó. Inventaron juntos el poder judicial y el procedimiento.

Ficción y realidad mancomunadas queda la confusión y el efecto de la temeridad. Nadie ha ganado y muchos pierden. Ocurrió por la intolerancia, por la arrogancia conceptual. No hubo evaluación de argumentos distintos que,  lejos de propugnar por la conservación pura y simple del procedimiento, resumían modificaciones a tono con las exigencias de la práctica. Enmiendas contundentes para conseguir un proceso penal fluido, preservando el origen del ordenamiento jurídico cuya realización no produjera la escisión incomprensible entre el derecho material y formal,  el código liquidado y los demás.

No escucharon. Ensayaron. Retaron. Hoy, los jueces no son sus jueces ni el nuevo código remedió los grandes males. Entre verdades y mentiras, dichas e insinuadas, queda un sabor amargo. Queda  la ostentación de poder. Ese jugar con instituciones porque sí. Y en el fragor de la reyerta aparecen rémoras legendarias. Porque el consenso es una farsa. No  cabe el parecer contrario. Aún no aprendemos a discutir, a negociar. De alguna manera la imposición es el principio, no importa su proveniencia.  Las elites deciden, justifican y el desmoronamiento es ostensible. Y así como en los esquinas repetían que había concluido el tránquelo, abogados y clientes vociferan que el Código Procesal Penal es su aliado y la aseveración es falaz.

Impostergable es la cavilación, el repliegue. Es hora de investigar y cotejar resultados, evitar la reiteración de errores. Para despejar mentiras en torno al Código Procesal Penal y los efectos de su promulgación, sólo la prudencia salva. Los Códigos no son un traje de ocasión. La impronta de la permanencia debe signarlos. Su elaboración ha de ser lenta, sesuda. La urgencia es pésima caligrafía.

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