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Independiente de la pertinencia heurística de la metáfora freudiana, es fácil mostrar la idolatría del hijo a la madre en muchos lugares, particularmente en países como el nuestro, en los cuales la relación del niño con el padre nunca existió o es precaria o tormentosa. Recientemente, un sacerdote narró en misa, que estando de visita en un orfanato, el rector le advirtió no hablarles a los niños acerca del “Padre”, porque ellos “no entendían ese concepto”.
Se deduce que podía hablarle de Jesús; o acaso mejor, hablarles de la Virgen; o aún, de las vírgenes y de los santos, que sí pueden ser aceptados como buenos; preferentemente ella, la virgencita, porque se parece mucho a mamá.
En varias ocasiones he mostrado preocupación porque a los católicos, que son mayoría, se les insista tanto en la virgen, cuando tal vez deberíamos ser más bíblicos en ese aspecto, o buscarle otra vuelta al asunto; porque no es fácil vislumbrar otra manera de hablarles del amor a terceras personas a niños, niñas o adultos que nunca vieron un rostro amable que no fuera el de su madre (y no siempre). Propondría insistir en el “triángulo edípico”, como hipótesis o enfoque conceptual, para tratar de entender la inmadurez emocional de un niño sin padre (o con un papá maltratador) al que tampoco la sociedad le ofrece un camino idóneo hacia la maduración emocional y la inclusión en la fuerza productiva; que entra a temprana edad en contacto con la religiosidad popular. En ese contexto, el varón se frustra repetitivamente, buscando la sustituta de mamá en una muchacha inadvertida, impreparada para una relación madura, mucho menos para hacerle de “mamita consentidora a un mequetrefe que ni siquiera produce suficiente para mantenerla”; que simulando virilidad malgasta junto a amiguitos de tragos en el colmadón. La novela “Los Sicarios de la Virgen” (César Vallejo) muestra la aberrante relación de matones adolescentes de Medellín con ese personaje mítico (que improbablemente sería la digna madre de Jesucristo). Ella, la “virgen”, según su creencia, los perdona y los salva de caer luego de cometer cada nuevo asesinato.
El problema sería la dificultad de salir del malhadado triángulo edípico sin que la inserción social se produzca efectivamente, y sin que se eduque tanto al hombre como a la mujer joven para administrar adecuadamente sus relaciones afectivas. Pienso que la mejor salida, acaso la única, es a través de Cristo, quien al ser puesto a la cabeza de la relación y del hogar somete a la pareja a un sistema de valores y reglas, y además permite trasladar gran parte la carga afectiva a Dios: una entidad aparte y superior, que los ama; muy distinto a un Estado corrupto, irresponsable y excluyente; que es, con permiso de Einstein y Freud, el único que puede ayudar a hombre y mujer a manejar provechosamente esa “fuerza superior a todas las demás energías del universo”. Aún para los más favorecidos y mejor dotados para estos menesteres, la afectividad y sexo son difíciles de manejar sin Jesucristo.