El “Código Da Vinci” de la intervención del 65 (2 de 2)

El “Código Da Vinci” de la intervención del 65 (2 de 2)

FABIO RAFAEL FIALLO
En la primera parte del presente artículo, señalamos que durante los primeros días de la contienda de abril, las autoridades  norteamericanas no daban  muestras  de  gran entusiasmo en ayudar a la búsqueda de un compromiso negociado.

¿Por qué, preguntábamos, el gobierno norteamericano no da respuesta al pedido formulado el 25 de abril por el PRD de enviar al país una “presencia de Estados Unidos”?  ¿Por qué funcionarios de la embajada norteamericana, después de invitar en la mañana del 27 de abril al ministro de las fuerzas armadas constitucionalistas, se limitan a transmitirle las exigencias del bando adverso en vez de proponer fórmulas aceptables para ambos grupos, como hubiera intentado cualquier diplomático digno de ese nombre? Pero hay más. En la tarde de ese mismo 27 de abril, el presidente provisional del gobierno constitucionalista, doctor Rafael Molina Ureña, desazonado por el giro que tomaban los acontecimientos en el plano militar, visita en compañía de los líderes militares de su gobierno la embajada norteamericana y pide los buenos oficios de ésta en pro de una solución negociada con la parte rival. El embajador, William Tapley Bennet, rehúsa brindar su mediación y les sugiere a los constitucionalistas el equivalente de una  rendición incondicional (ver Piero Gleijeses, “La crisis dominicana”, pp.247-8).

Resulta extraño de por sí que un diplomático de carrera como era Tapley Bennet rechazara sin ambages un pedido de

mediación.  Pero más extraño aun es el hecho de que dicho rechazo ocurriera en el curso de la conversación con Molina Ureña, sin tener que pedir instrucciones a su cancillería.

¿Acaso no es legítimo pensar que Tapley Bennet pudo denegar la solicitud constitucionalista por la sencilla razón de que había recibido de antemano, antes pues de aquella conversación, instrucciones que le ordenaban o autorizaban a rechazar un pedido de ese tenor? Por más autonomía que pueda tener un embajador en el ejercicio de sus funciones, ninguno se atrevería a tomar una decisión de consecuencias tan graves, como es el declinar un pedido de mediación en una guerra civil en el país anfitrión, sin obtener previamente, tan sólo fuese por teléfono, la orden o el aval de su capital.

Horas más tarde apenas, el presidente Johnson decide el desembarco de marines en nuestro país. Se han invocado dos razones principales para explicar aquella decisión: el temor a un control comunista de la insurrección y la imposibilidad en que se encontraba el bando anticonstitucionalista de ganar la contienda sin la ayuda de tropas norteamericanas.

Ambos argumentos carecen de solidez lógica. Si a Estados Unidos le hubiera guiado el deseo de impedir el control de la insurrección por parte de la extrema izquierda, ¿por qué el gobierno norteamericano no aprovechó los pedidos formulados por el movimiento constitucionalista, primero de una “presencia de Estados Unidos” y luego de una mediación, para, durante las negociaciones que se hubieran entablado en respuesta a esos pedidos, tratar de influir en las orientaciones de aquel movimiento?

Tampoco goza de gran credibilidad el argumento de la inminencia de la derrota de los anticonstitucionalistas. ¿Cómo es posible que al atardecer del 27 de abril la situación militar haya cambiado de golpe y porrazo tan radicalmente a favor de los constitucionalistas que éstos, que habían acudido horas antes a la embajada norteamericana porque se veían prácticamente perdidos, estuviesen ganando la contienda de manera concluyente? Todas estas interrogantes quedarían resueltas si partimos de la hipótesis siguiente: los Estados Unidos decidieron intervenir, no por necesidad de proteger intereses en peligro (eso,  repito, hubieran podido intentarlo sin tener  que intervenir), sino porque veían o pensaban que podían sacar beneficios políticos sustanciosos de  una  intervención.

¿Cuáles?

Se han mencionado a este respecto ventajas geopolíticas:  que la intervención serviría de cortina de humo a la escalada de la guerra de Viet Nam, o de advertencia disuasiva dirigida a América Latina. Es posible. Pero dichas ventajas no bastan para explicar el desembarco del 28 de abril.  Al tomar una decisión de esa envergadura, los Estados Unidos tuvieron que juzgar que, en el plano dominicano, invadir el país les era políticamente más beneficioso que tratar de obtener resultados por la vía de una simple mediación.

Una mediación diplomática sin marines en el terreno hubiera podido resolver la crisis, pero no hubiera alterado sustancialmente la correlación de fuerzas: cada una de las partes beligerantes habría conservado su poder relativo, lo que hacía posible para los constitucionalistas ganar ulteriormente la partida, por ejemplo a través de una junta provisional. La intervención militar, por el contrario, permitía a la potencia ocupante erigirse en árbitro de la crisis y rediseñar el paisaje político dominicano. Estados Unidos podría en esas condiciones tratar de instalar en el poder, una vez terminada la contienda, a un político dispuesto a responder a sus intereses con celo, eficiencia y sumisión, capaz incluso de propiciar o al menos tolerar que “fuerzas incontrolables” procediesen al aniquilamiento físico de personalidades de la parte rival.

Los Estados Unidos sabían cuál era el personaje ideal para esos menesteres: alguien que no tuvo ningún escrúpulo en servirle continuamente al dictador, que recibió luego la unción del “Borrón y cuenta nueva” y que vivía exiliado en Nueva York.

El libro “Cómo los americanos ayudaron a colocar a Balaguer en el poder en 1966”, de Bernardo Vega, relata con lujo de detalles el inaudito esmero que puso Estados Unidos en aupar al político en cuestión. Por supuesto que no era necesario ocupar el país para reintroducir a Balaguer en la escena política dominicana.

Estados Unidos hubiera podido hacerlo en el marco de una solución negociada, como se le presentó la ocasión más de una vez, ya lo dijimos, antes de intervenir.  Pero sin una presencia militar, los Estados Unidos no hubieran tenido el mismo peso en la remodelación de la política dominicana ni hubieran podido jugar, en la forma y con la intensidad que lo hicieron, la carta de Balaguer.

Estas consideraciones ayudan a comprender por qué, en tres ocasiones distintas durante los días que precedieron  al desembarco de sus tropas, los Estados Unidos se abstuvieron de facilitar la negociación entre las partes beligerantes: antes de ponerse a negociar, querían intervenir. El desembarco de marines no fue pues una decisión de último recurso, sino un proyecto acariciado desde el inicio de la insurrección.

He ahí pues, caro lector, el móvil verdadero, el hilo conductor, la clave determinante de lo que puede llamarse el “Código Da Vinci” de la intervención norteamericana en la contienda de abril.

En cuanto al liderazgo constitucionalista, ¿cómo debió haber actuado en esos días decisivos? ¿Fue acertada la estrategia que adoptó? A esas preguntas tratará de responder el próximo artículo que ofreceré al lector.

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