CHIQUI VICIOSO
No soy cinéfila. Me gusta del cine tanto el hecho mismo de la película, como el ritual. El convertirme otra vez en adolescente, comprar mi salchicha caliente, el refresco, y apretar la mano de mi compañero cuando no puedo más con una escena y él lo sabe. Por eso no dejó de sorprenderme la invitación al 26avo Festival de Cine de La Habana, realizado del 7 al 17 de diciembre, para participar en un seminario sobre la diáspora Latina en los Estados Unidos, cuya participación más notable fue la de Edmundo Desnoes, autor de «Memorias del Subdesarrollo», de regreso a su país después que lo abandonara en 1979. Hombre angustiado que confesó ser «el otro», es decir, ese que no se libera nunca de la opinión de los demás.

Paralelo al seminario se realizó una muestra de cine dirigido por latinos residentes en los Estados Unidos, integrada por cinco obras de ficción y un documental, entre ellas: «Miércoles por la tarde», dirigida por Alonso Filomeno Mayo, a partir de la novela del boliviano Lazos de Familia, título que parafrasea del de la novela de la autora brasileña Clarice Lispector, donde se narran las diferencias culturales que se desarrollan entre padres e hijos que emigran; «Un tren para volverte a ver», de Luis Ulloa, donde se cuenta la historia de dos jóvenes mexicanos y su situación a raíz de la caza de brujas contra extranjeros que se desarrolla a partir del 11 de septiembre: DIRT, de Nancy Savoca, sobre una trabajadora salvadoreña clandestina que regresa a su país natal con un hijo que se niega a adaptarse a su nueva cultura: «El sueño mexicano», sobre un mexicano que suena con triunfar en Hollywood; el corto de Alberto Barbosa, «premeditación», sobre la relación entre un hombre y una mujer que lo contrata para matar a su esposo por infidelidad; y el documental «Nuestras voces», de Wendy Tejada y Karah Newton, compuesto a partir de las historias de tres mujeres residentes en el Bajo Manhattan y su situación después del 11 de septiembre y los inconclusos programas de ayuda del gobierno norteamericano a las víctimas.

En lo que al seminario respecta, me tocó el tema de la diáspora dominicana a los Estados Unidos, la histórica (Fabio Fiallo en 1905, Francisco Henríquez y sus hijos Pedro, Max y Camila, Cestero, Requena, Bordas y Solalinde Galván) y la actual, compuesta fundamentalmente de emigrantes obreros y campesinos y sus hijos e hijas, algunos escribiendo en las lenguas en que están siendo educados y con tanto derecho a llamarse hijos e hijas de esta patria como el que más. De esta emigración enfaticé a Camila, quien en el 59 regresó a La Habana, a reconstruir el sistema universitario cubano, abandonando todos los beneficios que le otorgaba su senioridad como profesora de Vassar, y para compensar por la estampida de una clase académica de clase media.

Vieja tradición dominicana de relación con nuestra isla hermana, que se inició con Hatuey, cuando fue alertarles; Heredia, poeta nacional que era hijo de dominicanos; Maceo, hijo de dominicana: Máximo Gómez, ejecutor de su independencia ante la temprana muerte de Marta: Mella, de los héroes del Moncada, descendiente de dominicanos; Dulce María Loynaz, nieta del General Loynaz, de Puerto Plata, quien le entregó su fortuna a Marta, en Nueva York, para financiar la gesta libertadora, y ni hablar de Pedro Mir, hijo de un obrero cubano y una puertorriqueña. Diáspora que confirma que ciertamente si Puerto Rico y Cuba son de un pájaro las dos alas, nosotros somos el cuerpo.

Como celebración adicional, estuvo el reencuentro con los y las viejos amigos: Arturo Arango, Nancy Molejón, Vivian Martines, Roberto Fernández Retamar, Pablo, todos sorprendidos por las mitomanías que se crean para justificar otras diásporas, y todos al tanto de que el poeta «Gordo» Rivero, diletante de la disidencia (porque hay una disidencia seria en Cuba que es muy respetable), con mejor salud que antes (según declara), esté con ganas de quedarse y seguir escribiendo en esa Cuba de nuestros amores.