El día 29 del mes de enero pasado el prestigioso periódico HOY nos trajo una información titulada Honran a los Panfleteros de Santiago. Me sentí más que satisfecho por tan merecido reconocimiento a un grupo de jóvenes que aportó todo por la Patria sin esperar recompensas materiales y decididos a entregar sus vidas en aras de la libertad del pueblo dominicano, sojuzgado en esos momentos.
Estos jóvenes panfleteros cumplieron una arriesgada labor como un acto de resistencia que hería sensiblemente a la tiranía de Trujillo y la hacía reaccionar con extrema crueldad.
Quiero compartir con la sociedad dominicana a través de los lectores una experiencia transcurrida hace cincuenta años, pero que permaece fresca todavía en nuestra memoria.
Ocurrieron estos hechos a que voy a referirme en los años de 1959 y 1960, cuando con apenas quince años comenzábamos a conspirar contra la dictadura que nos oprimía.
Comenzamos por lanzar panfletos en las calles de San Pedro de Macorís, incluso hacia el interior de automóviles de funcionarios del gobierno trujillista, en las iglesias y en otros lugares de concentración de personas. Cuando ingresamos al liceo José Joaquín Pérez el grupo del que formamos parte se fortaleció al contacto con estudiantes de mayor edad, que aunque no distribuían panfletos, estaban en contra del tirano, muy activos en esos momentos haciendo labor en el plantel para auspiciar una misa semiclandestina a la memoria de las hermanas Mirabal, asesinadas el año anterior. Entre los alumnos que procuraban este homenaje póstumo recordamos a Papito Rojas, Luis Soto; también a los hermanos Laureano (Laíto) y Nelson Marrero, hoy subdirector de este periódico, y al bien recordado Rafael Ramírez Báez Nito, fallecido hace algunos años.
Entre los que ya para esa época confeccionábamos los panfletos estaba el joven Rafael Nivar Uribe Dingo. Ambos lanzábamos los hojas en diferentes calles. Con la participación también de Chuchy González, Vinicio Castillo, Moncho Canto y Tony Canto. La distribución la hacíamos de manera individual para asegurarnos de no caer juntos en las garras de la dictadura. En la secundaria se agregó a nuestra lucha a un hermano de Rafael Nivar Dingo.
Concomitante con nuestro accionar, se producía el enfrentamiento de la Iglesia con el Gobierno por las pretensiones del tirano de ser declarado Benefactor de la Iglesia Católica. Éramos muchachos que nos reuníamos cerca del templo y hacíamos comentarios contra el régimen a propósito de la pastoral de los obispos en contra del tirano, encabezados estos por Monseñor Panal y Monseñor Oreilly. Al parecer alguien advirtió al cura párroco de San Pedro Fray Atanasio CF de Vega sobre nuestras críticas a Trujillo y enseguida escribió una carta de denuncia al gobernador de la provincia, doctor Juan E. Silva, quien a su vez la remitió al coronel Neit Rafael Nivar Seijas, comandante de la plaza del Ejército en esos momentos.
Un día se presenta sorpresivamente al aula donde me encontraba mi hermano mayor Pepe. En el extremo superior derecho de la pizarra se veía la fecha en que estábamos: 7 de marzo del 1961. Mi hermano pidió permiso a la profesora y en un aparte me susurró: se llevaron preso a Dingo la gente del Servicio de Inteligencia Militar. Esta noticia me estremeció porque en ese instante tenía los bolsillos llenos de panfletos. Un pensamiento cruzó mi mente y fue el de deshacerme de tan mortal evidencia; pero no me dio tiempo a reaccionar con rapidez pues al instante el aula estaba ocupada por los esbirros del SIM.
Cuando me llevaron frente a Nivar Seijas encontré a Dingo sangrando profusamente y con el rostro algo desfigurado. Luego trajeron a Moncho Canto y al hermano de Dingo, Gabriel Antonio.
Nos mantuvieron en la fortaleza petromacorisana, llamada Méjico, hasta las 5 P.M. cuando llegó desde Santo Domingo el coronel Figueroa Carrión que se encargaría de llevarnos al servicio de inteligencia en la capital.
Entramos al despacho de Johnny Abbes García a las 7:00 P.M. Enseguida este preguntó a Figueroa Carrión cuáles eran los más comprometidos, señalándonos a Dingo y a mí. Su orden fue llévenlos a la 5 x 8 y dénles un coliseo de película.
Nos llevaron a la cárcel de La Cuarenta en una furgoneta con un rótulo que decía Servicio Panamericano de Educación. Después de tomarnos los datos personales, nos condujeron al salón de tortura donde había una silla de madera forrada de cobre. Un hombre desnudo sentado en ella, había perdido el control de su esfínter y evacuado por efecto de las torturas. Primero sentaron a Dingo, que casi enloqueció por efecto de la corriente recibida. Al día siguiente llevaron a La Cuarenta a Manuel Martínez, quien nos había prestado una yola para confeccionar los panfletos navegando en el Río Higuamo para no comprometer a nuestras casas familiares en la conspiración.
Esos torturadores eran bestias que disfrutaban en hacer su trabajo, como si la naturaleza los hubiera diseñado para eso.
En la celda había un solo inodoro lleno de excrementos, por lo cual continuamente teníamos que hacer nuestras necesidades en la misma lata en que nos traían de comer.
Después de un mes, una noche nos trasladaron al penal de La Victoria, nos alojaron en celdas solitarias donde habían otros presos confinados, los cuales al saber que habíamos llegado desde La Cuarenta, nos preguntaban cómo habíamos dejado aquel infierno. Entre ellos estaba un muchacho de San Pedro, Hugo Soñé. Me preguntó por su familia. Él era uno de los presos incomunicados, pues en cualquier momento lo retornaban a La Cuarenta o a la Isla Beata en el litoral Sur. Una mañana nos trasladaron al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva donde en una pantomima de juicio nos condenaron por propaganda subversiva en contra del régimen legalmente constituido.
Cuando nos llevaron de vuelta a La Victoria nos alojaron en un enorme pabellón donde había cientos de presos políticos. A mí me habían condenado a un año y 300 pesos de multa. En el momento me sentí feliz, pues era muy joven y consideré que un año pasaba rápido. Pero me enteré de que a Pepito Bosch Gaviño también lo habían condenado a un año y 300 pesos de multa, que él de inmediato pagó. Al momento de yo llegar ya tenía 5 años preso, y cada vez que le preguntaba al coronel Horacio Frías que cuándo lo iban a soltar, le respondía que el día en que su hermano Juan Bosch volviera al país. Es decir que yo tampoco tenía esperanza de salir de allí.
Recuerdo que éramos tan jóvenes, que cuando llegamos al pabellón escuchamos al prisionero Moncho Imbert Rainieri, decir ¡coño, ya Trujillo los está sacando de la cuna!. Allí conocí a hombres a los que Trujillo no había concedido amnistía, como a otros, y que eran miembros del Movimiento 14 de Junio, como José Fernández Caminero, Amiro Pérez Mera, Cristóbal Gómez Yangüela, Che Espaillat, Jose A. Sánchez Sanlley Papito, asesinado junto a Segundo Imbert Barrera pocos días después del ajusticiamiento de Trujillo. Recuerdo la mañana en que se los llevó Horacio Frías y jamás supimos de ellos. También a los hermanos Sánchez Córdoba, Miguel Lama Mitre y a los hermanos Estévez. A Manolo Tavárez lo conocí a los pocos días de muerto Trujillo, que lo llevaron a La Victoria. No volví a verlo allí.
Yo fui panfletero en San Pedro de Macorís con apenas 15 años; jamás había escrito sobre este papel que jugué por la Patria y que me provocó tanto dolor a mí y a mi madre, la cual durante mi encierro en La Cuarenta iba casi cada día a donde Jhonny Abbes García quien solía decirle que ella había perdido el juicio, pues él nunca me había visto en su vida.
Alguien dijo que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Por eso admiro el glorioso pueblo de Santiago, por haber erigido un monumento en honor a esos panfleteros, que ofrendaron sus vidas.