Por Dora Pariente
En los techos de nuestras casas, los tinacos se han convertido en parte del paisaje urbano. En los patios, las cisternas se esconden bajo el cemento. Y en las calles, los camiones cisterna recorren los barrios como si fueran oasis rodantes. Tres símbolos que dicen mucho más de lo que aparentan: la realidad de un país donde abrir la llave no garantiza agua.
La escena se repite en Santo Domingo, en Santiago, en cualquier ciudad o comunidad: una madre madruga para llenar cubetas porque “se va el agua”. Una familia compra un camión completo, a precio de lujo, porque el acueducto no responde. El tinaco, pensado como solución de emergencia, se ha vuelto rutina. La cisterna, diseñada para complementar, se convirtió en necesidad. Y el camión, último recurso, en negocio redondo.
Pero estas soluciones improvisadas no son neutras. Guardan una desigualdad escondida. Quien puede pagar instala una cisterna y compra bombas eléctricas. Quien no, depende de la buena voluntad de un vecino o de la espera interminable a que llegue el agua. Paradójicamente, los más pobres terminan pagando más por cada galón, porque el agua embotellada y la del camión se venden mucho más cara que la que debería salir, limpia y segura, de la tubería.
A eso se suma un impacto ambiental que solemos ignorar: las bombas de agua aumentan la factura eléctrica en un país ya presionado por los altos costos de energía; los tinacos descubiertos acumulan mosquitos; las cisternas mal cuidadas convierten el agua en caldo de bacterias. Mientras tanto, seguimos repitiendo la frase: “no hay agua”.
Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿por qué no recolectamos agua de lluvia, si vivimos en un país tropical donde el cielo se abre varias veces al año? La respuesta está entre la falta de cultura de aprovechamiento, la ausencia de políticas públicas que incentiven esta práctica y un marco legal que ni siquiera menciona con claridad la cosecha pluvial como parte de la gestión hídrica. Mientras en otros países del Caribe y América Latina ya existen techos preparados, filtros y sistemas de almacenamiento comunitario, aquí seguimos dejando que la lluvia corra por las calles, se mezcle con basura y termine en el mar como agua perdida.
El agua que no llega no es solo un problema de infraestructura: es un espejo de cómo gestionamos lo común. La gestión hídrica sigue atrapada entre planes y promesas, mientras la ciudadanía resuelve a su manera, con más gastos y menos garantías.
La sostenibilidad nos invita a mirar distinto. Si captáramos agua de lluvia en serio, si modernizáramos las redes de distribución y si apoyáramos a las comunidades con sistemas de gestión local, no dependeríamos de improvisaciones privadas para un derecho que es público. El acceso al agua no puede seguir siendo un lujo disfrazado de tinaco, cisterna o camión.
Porque lo que se almacena en esos recipientes no es solo agua: son también las desigualdades que cargamos día a día. Y hasta que no logremos que el agua llegue de forma justa y confiable, seguiremos conviviendo con la ironía de pagar caro por un recurso que debería ser abundante y digno.
El desafío está en transformar cada gota de escasez en un río de dignidad compartida.