El Águila, como llamábamos a Mario Ortega, era favorito de la muchachada. Atleta completo, seis pies, casi-rubio, rico-de-cuna; una figura de Hollywood, California; aunque apenas estábamos en San Francisco, como preferíamos denominar a Macorís.
De “El Tentao” nunca supimos detalles, ni siquiera su verdadero nombre. Nos bastaba saber que nuestros héroes de pueblo también tenían adversarios, lo que le daba realismos a nuestras fantasías respecto a estos personajes.
“El Aburrío” era otro; más oscuro, con mucho menos méritos; además, “aburrío” era una palabra vulgar, corriente, que para nosotros quería decir: falta de entretenimiento o entusiasmo; sobre todo, fastidio; palabra que solía entrañar un perverso deseo de portarnos mal, y nos inducía a discusiones y riñas, o desafiar a otros a peleas por nimiedades, a desafíos y competiciones riesgosas. “No me jodas, que estoy aburrido”, quería decir, no me molestes si no quieres que te marche a trompadas. El Tentao, obviamente, era un tipo corajudo y atrevido. Muy pobre de origen, sin educación ni formación deportiva. Aprendió a boxear en peleas callejeras y, con muchas pulgadas y libras menos, era capaz de enfrentar al Águila, y al que se atreviera de entre los del barrio, como a cualquier “blanquito”. Cuando pasaba por el parque, lo mirábamos de lejos, con algún temor, no sin cierta admiración.
El Aburrío era el más temible, aunque su figura era insignificante en todo sentido: bajo, cara arañada, sin gracia personal, y actitud siniestra. Sabíamos que había apuñalado a varios tipos y que iba a la cárcel con frecuencia por riñas y discusiones callejeras.
Los muchachos hubiéramos querido parecernos al Águila, pero sus estándares eran demasiados altos: Jonronero, estrella del básquet, boxeador, hacendado, varonil. El Tentao era siniestro, no traicionero ni malicioso, pero nos provocaba el hecho de que este tipo se atrevió a enfrentar al Águila, y exigirle que si él, el Tentao, estaba en un bar tomando, el Águila tenía que seguir para otro sitio.
En realidad, teníamos poco en común o qué admirar en el Tentao.
Del Aburrío estábamos de algún modo más cerca, no del personaje, sino de la especie. Porque cualquier tarde algo nos salía mal en la escuela, con una chica, o papá estuvo demasiado rudo. O algún compañerito se puso necio, o había poco con qué divertirse. A veces el calor predisponía para las riñas.
Estar aburridos movía a la creatividad, al atrevimiento. Ese inicuo “far niente” podía en ocasiones mezclarse con tristeza, depresión, enojo, y entonces podían pasar cosas de las que nos arrepentiríamos. El burrío, como el “mal comío”, no piensa.
Probablemente los existencialistas europeos nunca padecieron hambre, pero sí aburrimiento, para concluir que vivir y morir da lo mismo, que la vida carece de propósito. No solo el Aburrío o el Tentao, sino también el Águila y nosotros nos suicidábamos provisionalmente con aguardiente cualquier tarde, bebiendo hasta la inconsciencia. Un escapismo terrible pero divertido que asustaba a padres y vecinos. Algunos de los muchachos jamás se encontraron a sí mismos, ni conectaron con la sociedad… Ni con Dios.