Han transcurrido 64 años del día que Trujillo no pudo celebrar su último cumpleaños que era una fecha sagrada. Los dominicanos el 24 de octubre se volcaban en alabanzas y lisonjas al dictador que desde 1930 había aprisionado el espíritu levantisco de los dominicanos con un collar de acero que solo un grupo de valientes y arriesgados dominicanos le pusieron final a esos 30 años de vergüenza y esclavismo moral y cívico que maniató por tres décadas a una población bastante levantisca. Esto lo había demostrado desde el momento que se separó de Haití en 1844 después de 22 años de una vergonzante ocupación.
Los que éramos jóvenes en la década del 50, ya finalizada la II Guerra Mundial, veíamos como el país se organizaba y crecía al ritmo de la dictadura, que con 20 años de duración, había aplastado a los intentos de ilusos dominicanos que con pocos patriotas creían que podían hacer saltar al dictador del poder. Con fieras garras mantenía una paz de cementerio sin permitir alteraciones a ese clima de sosiego que le permitió al país progresar pese a vivir en un ambiente dominado por el terror. El ciudadano aguardaba el momento que lo irían a buscar preso y sumergirlo en una de las ergástulas que la tiranía sostenía en la capital y en algunos pueblos del interior.
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En la década del 50 la escuela dominicana estaba en su mejor época con planteles de reciente construcción y maestros de valía y largo ejercicio profesional que sabían impartir sus clases sin rozar en lo mas mínimo el ambiente de opresión que vivíamos. Se esperaba la fecha del 24 de octubre así como las fiestas patrias de otros héroes dominicanos para preparar las composiciones dedicadas a ellos en especial los referentes a la independencia de 1844. Todos teníamos que expresar nuestro reconocimiento al trabajo desde 1930 del progreso que se había desarrollado en la escuela.
A pesar de todo, para la juventud era una época romántica en que la efervescencia de la carne, en sus reacciones normales de la edad, no podían permanecer aprisionadas sino que estallaban como era normal. La sangre joven se manifestaba con intensidad. Era década de las fiestas juveniles y en los pueblos era el mayor grado de una diversión que la dictadura permitía a los jóvenes, aparte de los actos políticos que se organizaban en los locales del partido dominicano para elogiar a Trujillo y su obra.
Al país llegaban los efluvios de la modernidad y lo que demandaba la juventud con los bailes del rock and roll y el mambo que se disfrutaba en las fiestas juveniles en todo el mundo y que aquí, pese a las limitaciones de la dictadura, no podía estar ajeno a los mismos.
De todas maneras, eran tiempos de angustias que se vivía en los hogares cuando no sabía donde había ido los jóvenes a divertirse esperando la peor de las noticias de una detención arbitraria.
El asesinato de las hermanas Mirabal junto a su chofer Rufino el 24 de noviembre de 1960 se convirtió en el punto de inflexión que necesitaba la sociedad dominicana para sacudirse de su indolencia cívica, y en poco tiempo explotó un ambiente insurreccional de dimensiones patrióticas que sería el germen eficaz para colocar la decisión en las mentes dominicanas que era necesario sacudirse de la dictadura, que por tantos años, tenía encadenada a la nación.