El amor entra por el oído

El amor entra por el oído

Durante los años de la década del cincuenta viví momentos de romántica ensoñación con películas protagonizadas por las delgadas y agraciadas actrices de Hollywood Audrey Hepburn y Nathalie Wood.

Por eso no es de extrañar que me enamorara de mujeres con orfandad corpórea de kilos, a las que relacionaba con aquellas angelicales artistas.

Al conocer a una muchacha supra flaca en el año 1961, mi corazón y mi cerebro se unieron para visualizarla como versión criolla de las citadas damas del llamado séptimo arte.

Confieso que mantuve esa especie de afiebrada idealización durante los meses de nuestro noviazgo, porque la damita, entonces de diecinueve abriles, sucumbió ante mi ardoroso cortejo. De nada valió que muchos de mis amigos que conocieron la enclenque jovenzuela, aludieran al parecido de su nariz con un sillín de bicicleta, a su boca torcida, y a sus piernas exageradamente arqueadas. Este último detalle de su físico motivó que un vecino de ella la comparara con el personaje de la guaracha titulada Chencha la gambá. Lo hizo entonando la parte de la letra de la canción que afirma que por entre las piernas de la dama que la inspiró podía pasar un tranvía. Debido a la magnitud de mi pasión, insulté con tales términos al atrevido interlocutor, que estuvimos a punto de enfrentarnos a puñetazos, y permanecimos varios meses sin dirigirnos la palabra.

La muchacha no mostró mucho fuego amoroso durante la relación, y rompió el noviazgo de forma inesperada, dos días después de compartir besos desabridos en la oscuridad de una tanda vespertina de cine.

Cada vez que interrogaba a mi novia sobre las razones de su frialdad durante nuestras citas amorosas, decía que no podía actuar de otra forma, porque no era mujer romántica ni apasionada.

Una noche en la cual le recité un poema de Pablo Neruda, reaccionó manifestando que no le gustaba la poesía, porque era una actividad de personas holgazanas y medio locas.

Sin embargo, confesó que “caí contigo, pese a que no me atraías mucho, porque me decías bellísimas frases elogiosas que halagaban mi vanidad”.

O sea, una demostración de la veracidad de lo que hoy se conoce popularmente como el poder de la muela, literariamente se menciona la fuerza de la labia, y humorísticamente se habla de lo irresistible que resulta una buena dosis de egocilina.

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