POR LEÓN DAVID
Introducción
Rechazada por los toscos de espíritu, mancillada por los inevitables esnobistas de la cultura, irremediablemente ignorada de aquellos que apenas sí tienen la fuerza de arrancar su anémico despojo de existencia al día que escapa, vaga la poesía como alma en pena, asaeteada de miradas hostiles, escondiéndose de inoportunos y engorrosos defensores, suplicando ante puertas cerradas, oídos sordos y rostros indiferentes.
¿Quién es el ingenuo que todavía hoy pretende hablar de poesía, y hablar en serio? ¿Quién cree de verdad en su utilidad y en su grandeza? ¿Quién estaría dispuesto a aceptar su compañía, no para lucirla como quien saca a pasear novia vistosa, sino para honrarla con cariño y nutrirla con desapegada admiración?
No; ya nadie tiene tiempo para esas cosas. ¿Qué vale la poesía en el mezquino mundo del interés personal, de la ganancia en metálico, del egoísmo que compite, de los altercados que engendra la codicia? ¿Qué puede la poesía, dulce voz, íntimo aliento decoroso, contra el brutal estrépito de la vida moderna? ¿Qué pueden las cadenciosas Musas contra el rugir feroz de los cañones?
No es éste tiempo de refinamientos sutiles, de pausadas meditaciones, de empinados deleites del espíritu. El hombre hodierno, azotado por mil estímulos externos, mariposea de un lado a otro impelido por una oscura e irreprimible necesidad de probar nuevas sensaciones, de acceder a tentadoras experiencias desconocidas. Se vive a ras de piel; se embota el sentido de lo profundo y esencial y Juan, Pedro, María se vuelven secos, quebradizos como una costra.
La poesía no logra echar raíces: en lugar de tierra fértil encuentra áspero pedregal. ¡Dolorosa circunstancia! ¡Terrible situación que alienta los desmanes y favorece las profanaciones! He aquí que la virgen hermosa y pura rueda hoy entre manos indecorosas como lúbrica hembra de prostíbulo. Agraviada en sus más acendradas virtudes, ofendida en su nobleza prístina, sirve hoy la poesía al común de la gente de vano esparcimiento intelectual; en el mejor de los casos, de juego inofensivo, perfectamente inútil, con el cual rellenar las pesadas horas de un ocio atribulado.
Menguada fortuna ha tenido la poesía. No sólo ha sido relegada al rango de triste cenicienta y recluida en el desván de los trastos sobrantes, mientras se ocupan los señores de actividades de monta y de graves proyectos, sino que, además, en su ultrajada condición ha de soportar aún el vergonzoso acercamiento de la caterva de individuos que, sin preparación alguna y carente de la trabajada sensibilidad que a su gozo autoriza, antojadizamente la corteja.
Porque no admite la poesía ser aprehendida por el recién llegado ávido y presuroso. Sólo se ofrenda en su deslumbrante desnudez al que ha tenido el coraje de amarla, la inconmovible voluntad de conocerla. El territorio poético no se ofrece en pública subasta; hay que conquistarlo palmo a palmo en ruda batalla interminable… ¿No premia acaso el resultado todas las fatigas?
Mas nunca faltan los ignorantes que piensan que puede la poesía ser desentrañada sin mayores esfuerzos ni trabajos. ¿No saben ellos leer? ¿No está el poema escrito con palabras del idioma común?… ¡Craso error! ¡Trampa aviesa donde el lego resbala inexorablemente! No, no es suficiente deletrear la palabra y reconocer el concepto para captar la oculta esencia de lo poético. Es la poesía lenguaje soterrado del alma. Revela los recodos más íntimos y las más insospechados hontanares. La palabra poética, a diferencia de la que habitualmente empleamos, ancla en el espíritu aferrándose a él a la manera de la yedra con aguerridos rizomas afectivos. El lenguaje artístico no puede ser desvelado por cualquiera. Hay que aprender primero a descifrarlo; es preciso familiarizarse con él, aproximársele con intención honrada y apasionado desprendimiento. Para que aproveche, requiere la poesía de una conciencia artística formada que la valore, de una sensibilidad estética rigurosa y porfiada que la aprecie. La lectura de la palabra no es la lectura del poema. Toda poesía es para el profano idioma extraño, indescifrable jeroglífico. Tiene el lenguaje poético sus propias claves, sus propios recursos expresivos, su gramática, sus peculiares medios de ejecución. Sólo quien ha logrado sensibilizarse hasta el punto de que los mecanismos mencionados obren de manera espontánea y natural sobre su psiquis en el crítico momento del contacto poético, puede aspirar a percibir algo más que la mera exterioridad seca, gastada y convencional de la palabra.
Porque, al fin y a la postre, para nadie es motivo de asombro que la comprensión de un idioma extranjero exija que aprendamos su gramática, identifiquemos su léxico, accedamos a su pronunciación; a nadie maravillará que para construir un puente se precisen conocimientos de ingeniería; ni que para la operación quirúrgica exitosa sean indispensables las habilidades y veteranía del cirujano. A nadie en su sano juicio le pasaría por las mientes interferir u opinar sobre disciplinas cuyo contenido, método y herramientas no le sean familiares.
¿Por qué, entonces, lo que se acepta con perfecta naturalidad en el caso del intérprete, del médico y del ingeniero, se olvida tan fácilmente cuando de poesía se trata? ¿Acaso la poesía no exige del que la frecuenta un mínimo de aptitudes, habilidades y conocimientos cuya carencia le cerraría toda posibilidad de acceso a sus tesoros? ¿A qué atribuir la extraña convicción que conduce al lego que jamás osaría aventurarse a juzgar la actividad del científico, a sentirse, sin embargo, calificado para hacer y deshacer a su antojo en los predios del poeta? ¿Por qué ciertas actividades del espíritu son unánimemente consideradas coto privado de especialistas, en tanto que de la poesía se dispone como de plaza pública? ¿Quién otorga los fueros en un caso y los niega en el otro? ¿Cuál es la razón del privilegio?
La palabra… La engañosa, esquiva y tornadiza palabra. El poeta no emplea la palabra de la misma manera que el sabio o el hombre de la calle. Éste último pierde de vista tan crucial evidencia, y como advierte que el poema está compuesto de vocablos, y como repara en que el grueso de semejantes vocablos no son diferentes a los que él usa, y como cree descubrir en el escrito del poeta algo así como ideas o razonamientos expuestos, es verdad, de forma un tanto intrincada y antojadiza-, colige que tiene carta blanca para apreciar el poema, y se lanza con alegre impremeditación y ligereza a las más banales e irrelevantes glosas e interpretaciones.
Pues si no está sujeto a discusión que el poeta se sirve de palabras, es igualmente obvio que lo hace con un sentido completamente distinto al del común de la gente. Tiene para él la palabra la solidez del mármol, y al concebirla la cincela con la aguda pica de su imaginación mientras contempla en una especie de arrebato deleitoso como a cada golpe de martillo saltan los trozos de pedernal sonoro que ha arrancado al lenguaje. Tiene para el poeta la palabra un encanto propio, una fascinación irresistible. Para el vulgo mero instrumento de comunicación, adquiere en sus manos valor único que ya no procede solamente de su habitual función significativa. Ante la penetrante mirada estética del bardo cada expresión se rodea de una espeso halo de sugerencias plásticas. Y es atendiendo a pareja crepitación cromática que el vate las escoge y articula dando origen a una creación que se emparienta por modo harto más íntimo con el cuadro del pintor o la sinfonía del músico que con un enunciado lingüístico cualquiera horro de donaire y venustez. Porque su intención es impresionar nuestro paladar artístico y no desviar la mirada del fruidor hacia ideas, argumentos o razones. No se hace poesía para comprender el mundo y las cosas, sino para captarlo en sus huidizas interioridades recreándolo concretamente en la fragua del expresivo y denso lenguaje de los símbolos.
No es la palabra alígera del poeta cristal transparente y neutro que, sin mayor cuidado, la mente razonadora atraviesa a la husma de la relación abstracta, del sentido que tras su fachada sonora y convencional aloja. No le es consentido al artífice del verbo poetizar con la escueta armazón de los significados; se le impone la palabra viva, henchida de connotaciones simbólicas, temblorosa aún de vibraciones rítmicas y tensiones melódicas. El cuerpo palpitante de la palabra necesita, no su cadáver disecado. Entre sus dedos ágiles descubre el vocablo insospechados misterios, secretos inesperados y sorprendentes. Moldea la palabra el aedo como hace con la arcilla el escultor, la aprisiona entre sus yemas tibias, siente su espesor, calibra su peso, tienta su textura y a partir de cada uno de esos atributos hace surgir una joya reluciente, justo allí donde el hombre de a pie sólo era capaz de percibir barro pisoteado. No es otra la alquimia del poema. El artista del lenguaje no se conforma con la seca y nudosa semilla del concepto, con el valor referencial y denotativo de la expresión verbal; él codicia la fruta entera de la palabra con su pulpa jugosa y su cáscara sensualmente aterciopelada. Para el pensador la palabra es idea; para el poeta fascinador objeto que puede provocar intensas emociones. La idea es apenas el esqueleto; precisa además el artista de la carne y los tendones; no le basta la palabra con la que la mente lucubra, sino que se arrima a aquella otra que funda el corazón.
No coinciden el lenguaje poético y el discurso conceptual. No admiten ser medidos con el mismo rasero. Es absurdo pretender abordar la poesía con criterios a los que el poema se muestra por entero refractario. El idioma lógico de la idea y el emocional de la poesía no poseen, pese a las apariencias, una misma sintaxis. Su semejanza es puramente externa; empieza y termina pareja similitud en la epidermis. En los enigmáticos parajes del poema no agota la palabra su sentido al enunciar un concepto como ocurre en los predios del lenguaje ordinario, científico o filosófico.