El análisis poético: Algunos conceptos elementales (Conclusión)

El análisis poético: Algunos conceptos elementales (<EM>Conclusión</EM>)

POR LEÓN DAVID
El poema, cofre sellado, se abre al fin y nos inunda con íntimas fragancias. Lo que ahora es menester investigar es la propia estructura del lenguaje; indagar en cada uno de los elementos sintácticos, semánticos, sonoros –no obstante prima facie parezcan insignificantes– que tengan parte en la composición; escudriñar en el ámbito de los términos generadores en torno a los cuales giran, como los planetas alrededor del sol, los distintos componentes de la equilibrada y armónica arquitectura verbal examinada.

Nos percatamos así de cómo el primer juicio –excesivamente general– aventurado en torno al soneto del granadino se va llenando de sangre, nervio y músculo. Los contornos se precisan; los matices del sentimiento muestran rasgos inconfundibles…, nace el poema.

Asistamos al parto:
Una viola de luz yerta y helada
Eres ya por las rocas de la altura.
Una voz sin garganta, voz oscura
Que suena en todo sin sonar en nada.

El sentimiento luctuoso surge y se explaya en este soneto con patética intensidad. Enfrentado al hecho definitivo de la muerte, la voz del poeta enronquece, se vuelve eco grave de fúnebres connotaciones minerales. Ante semejante dolor no bastan las lágrimas. La desesperación cobra adustos perfiles de seriedad, reverencia y asombro frente a lo incomprensible.

La marcha del verso es pesada, lenta, de sobrecogedora majestuosidad lúgubre; penosamente adelanta la frase, con arrastrado alargamiento que se corresponde  en sus más nimios detalles con la dramática vivencia del poeta. Ese taciturno sentimiento es evocado en parte por el ritmo: cada verso se nos presenta en tanto que unidad completa, consistente bloque simbólico, conceptual y sonoro: tremendos aldabonazos en los hundidos portones del misterio. Además, a excepción del segundo verso, el impulso discursivo se interrumpe siempre a la mitad, de muy marcada guisa, lo cual acentúa el efecto de campanada terrible que se escucha a intervalos regulares:

Una viola de luz / yerta y helada…

Una voz sin garganta / voz oscura

Que suena en todo / sin sonar en nada.

Esa progresión trágica, trabajosa, entrecortada de los versos se impone al estar cada uno de ellos construido sobre vigorosas y enfáticas antítesis: viola de luz se opone a yerta y helada, rocas a altura, voz a sin garganta, suena en todo a sin sonar en nada. A estas violentas impresiones antagónicas que ponen de resalto la ardua lucha, la tensa contradicción que desgarra el espíritu del creador, hay que adunar la atmósfera lúgubre, neblinosa, cargada a que da pábulo la superabundancia de vocales oscuras y graves (a, o, u: voz, roca, garganta, suena, altura) y de consonantes guturales y profundas como la g de garganta, o ásperas e hirientes como la r de rocas, sonar, yerta. Si a ello agregamos el apesadumbrado lamento de las nasales y la insistencia lóbrega de las rimas en ada y ura, acaso consigamos explicar por qué nos conmueve tan hondamente el austero despliegue de esa estrofa sombría.

El segundo cuarteto prolonga la tónica severa y llagada de los versos anteriores aunque de inmediato sentimos un cambio, la aparición de nuevas nuances afectivas. Corre la frase con mayor holgura, con esfuerzo menor, libre ya de las estrictas imposiciones del ritmo cortado al que respondía la primera estrofa:

Tu pensamiento es nieve resbalada
En la gloria sin fin de la blancura.
Tu perfil es perenne quemadura,
Tu corazón paloma desatada.

Todavía cada verso exhibe unidad de pensamiento y, en términos generales, las sonoridades foscas y brumosas predominan sobre las claras y frescas conservándose, como era de esperar en la estructura métrica del soneto clásico, las rimas del cuarteto precedente. Pero aquí dibuja el bardo un cuadro harto más íntimo y concreto. En la estrofa inicial percibimos una solemnidad que procede del enfoque sentencioso, teorizante, ceremonioso que el vate adopta: casi se diría que es la mismísima muerte la que habla. En el segundo cuarteto sucede todo lo contrario: deja Federico de sermonear a la humanidad para dirigirse directamente con calurosos y sorprendentes epítetos, con metáforas fulgurantes, al cuerpo exánime de la persona fallecida: “tu pensamiento”, “tu perfil”, “tu corazón”… Impresionante apología póstuma. Otrosí –y no por azar– subrepticiamente se filtran en el gris paisaje sonoro algunos ramalazos palpitantes de luz: el suave deslizamiento de (pensamiento, resbalada), la espigada luminosidad de la i (fin, perfil), el eco dulce y acolchonado de la l (blancura, gloria). De hecho, desaparecen en este cuarteto las dramáticas tensiones del primero. En el idealizado recuento de las virtudes de la finada el lírico apasionamiento reemplaza la tétrica impresión de desesperanza que trasuntan los cuatro versos iniciales. Y se produce una brusca ruptura cuya clave tal vez se halle en la última brillante y vigorosa imagen del cuarteto que estamos examinando: “Tu corazón paloma desatada”…

El potente aliento de pareja metáfora libera también en las más recónditas fibras del poeta algo que hacía tiempo pugnaba por salir: un nuevo tono aflora desde las grutas del sufrimiento a la tersa superficie del lenguaje; y asoma aupado por el hallazgo feliz de esa resplandeciente “paloma desatada”.

En los dos tercetos con los que el poema culmina la marcha del verso se precipita; ya no es la lenta procesión sino la fuga veloz, la célere carrera; un solo pensamiento se prolonga y desarrolla en las dos estrofas postreras por modo tal que para captar su sentido nos vemos forzados a emprender una lectura galopante, casi frenética. Nada queda ahora del monumentalismo marmóreo de los cuartetos; si en éstos predominaba el verbo ser –el verbo estático por excelencia-, en los tercetos toparemos con la dinámica presencia del “haremos” y el “canta”:

Canta ya por el aire sin cadena
La matinal fragante melodía,
Monte de luz y llaga de azucena.


Que nosotros aquí de noche y día
Haremos en la esquina de la pena
Una guirnalda de melancolía.  

El cielo se ha despejado. Una brisa fresca ha disipado la neblina tenaz. No ha desaparecido la tristeza, pero la pesadumbre se ha vuelto de pronto soportable. La fe en otra vida más perdurable no alcanza acaso a desvanecer la pena que la muerte provoca, pero sí a atenuarla. A las trágicos redobles del primer cuarteto, seguidos por el inspirado brío en ascenso de la segunda estrofa, sucede ahora la nostalgia resignada de estos tercetos en los que el aedo logra por fin poner pie en tierra firme luego de la tremenda sacudida. El sufrimiento desmedido cobra proporciones humanas; aparece el consuelo; de la irrazonable muerte se extraen razones para poder vivir; al horizonte la esperanza siembra el cielo con una abrupta porfía de relámpagos; la transición, entre otras cosas, se evidencia en el cambio de la rima que abandona las sonoridades austeras y cavernosas en ada y ura por otras mucho más luminosas y ligeras en ena e ía, en la abundancia de la vocal i que ya se había mostrado tímidamente en el segundo cuarteto, en la punzante y rotunda presencia de la e, en el fácil y natural encabalgamiento de las ideas sobre el filo del verso.

Mucho podríamos añadir a lo ya expresado. Podríamos referirnos a la peculiar materialización de lo espiritual que lleva al poeta a descubrir rocas en la altura, a escuchar sonidos donde nada suena y a atribuir al pensamiento calidad de nieve resbalada. Podríamos destacar las osadas sinestesias que irrespetando todas las leyes sensoriales trasmutan las impresiones hasta el extremo de encontrar  oscuridad en la voz, solidez y frialdad en la luz y fragancia en el sonido. Podríamos aludir a las robustas antítesis sobre las que el soneto se levanta, cosa de enfrentarnos a los fundamentales contrastes de la muerte y la vida, el espíritu y la materia, la tierra y la cielo. Mucho podríamos ciertamente agregar, pero para nuestro propósito basta con lo esbozado en estas breves líneas…

La poesía es lenguaje; es menester elucidar sus claves ocultas para poder internarnos con provecho en la fértil campiña del poema. El mensaje de la poesía, su fecundante savia no fluye solamente de las ideas que el bardo expone o del tema que la constituye sino también, y de manera especialísima, de los recursos estilísticos a que acude la emoción cuando, a la husma de la belleza, se transfigura en palabras y se plasma en eso que vagamente solemos denominar “forma”. En el plano estético al que el poema nos convida todo sentimiento deja su huella en el lenguaje; y hay que rastrear las huellas para dar con el tremor de la vivencia. La efusión poética no es mera trasmisión de ideas: es revelación de profundos estados anímicos por medio de característicos mecanismos verbales. La poesía sólo se nos entrega en ellos, por ellos y con ellos. Desconocerlos es ignorarla; suprimirlos, la manera más expedita de volverla trivial.

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